"Una mirada latinoamericana"
Montréal 22-27 de abril, 2002
Departamento de Estudios Socioculturales
ITESO, Guadalajara, México
INTRODUCCIÓN
“Ahora vivimos en un mundo pendular multidireccional.
Ya no oscila sólo entre Oriente y Occidente,
entre capitalismo y socialismo, entre norte y sur.
Más que pasar de un periodo de paz a otro de guerra,
transitamos de una guerra contenida, con focos delimitados,
a un tiempo de guerra explícita y mundializada.
Tal vez lo que más cuesta pensar es que dejamos
una etapa en que esas distintas confrontaciones podían
experimentarse en forma relativamente separada
y entramos a un periodo en que todas las disputas,
las que mencioné y muchas otras, se cruzan y potencian” (1).
N.García Canclini
Pero no es sólo lo sucedido a partir del septiembre pasado en los Estados Unidos, sino también lo acontecido en ese, cada día más significativo territorio del periférico sur, que es Porto Alegre, lo que me ha obligado a rehacer mi reflexión para este encuentro. El segundo Foro Social Mundial en Porto Alegre (3) se ha convertido en ese extraño escenario en el que, frente al tramposo y excluyente mundo de la economía financiera, hace su aparición en la escena global el mundo de la política, o mejor, la utopía política de un mundo de los ciudadanos y los pueblos y en el que justamente este año tanto la comunicación como la educación han pasado a tener una presencia no meramente temática sino articuladora, estratégica. Convergen ahí, en esa otra mundialización posible, esfuerzos que venían de las grandes reuniones de los años 90’ –Río, Beijing- la generalización de una educación polivalente y los avances de la información y la comunicación comunitaria tanto territorial como virtual. Búsquedas y propuestas que fueron ahí confrontadas a las tendencias y recomendaciones dominantes emanadas de los organismos económicos mundiales -OMC, FMI, BM- que someten a la lógica globalizadora del mercado la cultura, la educación y la comunicación. Si la educación debe, según esa lógica, ser concebida y organizada en función del mercado de trabajo -ya que lo que en ella cuenta es la acumulación de capital humano medido en términos de costo/beneficio como cualquier otro capital, la comunicación es planteada en Porto Alegre como lugar de una doble perversión. Primera, la que proviene de la conformación de unas megacorporaciones globales –ya son sólo siete las que dominan el mercado mundial: AOL-Time Warner, Disney, Sony, News Corporation, Viacom y Bertelsmann- cuya concentración económica se traduce en un poder cada día más inatajable de fusión de los dos componentes estratégicos, los vehículos y los contenidos, con la consiguiente capacidad de control de la opinión pública mundial y la imposición de moldes estéticos cada día más “baratos”; segunda, la que han introducido los acontecimientos del “11 S” enrareciendo de controles y amenazas las libertades de información y expresión hasta el punto de poner en serios riesgos los más elementales derechos civiles en este campo, a la vez que se legitiman por imperativos de “la seguridad” las más burdas y descaradas formas de manipulación y distorsión informativas. Pero la comunicación aparece también en Porto Alegre como logro de dos estratégicas oportunidades: primera, la que abre la digitalización posibilitando la puesta en un lenguaje común de datos, textos, sonidos, imágenes, videos, desmontando la hegemonía racionalista del dualismo que hasta ahora oponía lo inteligible a lo sensible y lo emocional, la razón a la imaginación, la ciencia al arte, y también la cultura a la técnica y el libro a los medios audiovisuales; segunda: la configuración de un nuevo espacio público y de ciudadanía en y desde las redes de movimientos sociales y de medios comunitarios, como el espacio y la ciudadanía que ha hecho posible, sostiene y conforma el Foro Mundial mismo. Es obvio que se trata de embriones de una nueva ciudadanía y un nuevo espacio público, configurados por una enorme pluralidad de actores y de lecturas críticas que convergen sobre un compromiso emancipador y una cultura política en la que la resistencia es al mismo tiempo forjadora de alternativas.
En un libro de Michel Serres, recientemente aparecido (4), se apunta, a propósito de la filosofía, algo que sucede también con buena parte de lo que se escribe sobre la globalización: que, demasiado embebida en su pasado piensa lo nuevo como si fuera viejo, tornándose incapaz de ayudar a construir un mundo-hogar para las nuevas generaciones. Y lo que así no resulta pensable es precisamente lo que hoy más necesitamos pensar: que la globalización no es un mero avatar del mundo de la economía política sino la presencia de mutaciones en las condiciones en que el hombre habita el mundo. Con lo que ellas entrañan, como en otros momentos epocales, de posibilidades de emancipación a la vez que de catástrofe planetaria. Lo que diferencia al momento que vivimos, es según Serres la inmersión de nuestro cuerpo en un espacio y tiempo realmente nuevos en la medida en que ya no derivan de la darviniana evolución selectiva sino que están siendo introducidos por la mutación producida por la técnica del hombre, tanto en la biología genética como en la comunicación-tejido de la sociabilidad. De lo que se desprende la urgencia de otro tipo de conocimiento y aprendizaje que nos permita a los humanos descifrar, junto al mapa del genoma que traza los avatares y resultados de nuestra evolución biológica, ese otro mapa que dibuja junto a nuestros sueños/pesadillas de inmortalidad individual y colectiva el de nuestra utopía de comunidad solidaria, ahora contradictoria como nunca antes, ya que junto a su creciente capacidad de erradicar, a escala mundial, las discriminaciones que nos desgarran, lo que hoy proyecta es un mayor cúmulo de violencias y exclusiones hasta hacer/dejar morir, de hambre y otras crueles miserias, a tres cuartos de la humanidad.
I. COMUNICACIÓN Y CULTURA EN LA SOCIEDAD GLOBAL
Pensar la relación comunicación/cultura exige hoy ir bastante más allá de la denuncia por la desublimación del arte simulando, en la figura de la industria cultural, su reconciliación con la vida, como pensaban los de Francfurt. Pues a lo que asistimos ahora es a la abrumadora emergencia de una razón comunicacional cuyos dispositivos -la fragmentación que disloca y descentra, el flujo que globaliza y comprime, la conexión que desmaterializa e híbrida agencian el devenir mercado de la sociedad. Frente al consenso dialogal en que Habermas ve emerger la razón comunicativa, descargada de la opacidad discursiva y política que introducen la mediación tecnológica y mercantil, lo que necesitamos pensar hoy es la hegemonía comunicacional del mercado en la sociedad: la comunicación convertida en el más eficaz motor del desenganche e inserción de las culturas –étnicas, nacionales o locales- en el espacio/tiempo del mercado y las tecnologías globales.
Si la revolución tecnológica ha dejado de ser una cuestión de medios, para pasar a ser decididamente una cuestión de fines, es porque estamos ante la configuración de un ecosistema comunicativo conformado no sólo por nuevas máquinas o medios, sino por nuevos lenguajes, sensibilidades, saberes y escrituras, por la hegemonía de la experiencia audiovisual sobre la tipográfica, y por la reintegración de la imagen al campo de la producción del conocimiento. Todo lo cual está incidiendo tanto sobre lo que entendemos por comunicar como sobre las figuras del convivir y el sentido de lazo social. Que es adonde apunta la reflexión de Zigmun Bauman, cuando escribe “globalización significa que todos dependemos ya unos de otros. Las distancias cada vez importan menos, lo que suceda en cualquier lugar, puede tener consecuencias en cualquier otro lugar del mundo. Hemos dejado de poder protegernos tanto a nosotros como a los que sufren las consecuencias de nuestras acciones en esta red mundial de interdependencias” (5). Pues así como el estado nación fue una ruptura con las anteriores formas de organización política, económica, y cultural, un quiebre en línea de continuidad entre la tradicional comunidad orgánica de las culturas locales y la moderna sociedad del Estado-Nación, lo global no hace tampoco continuidad con lo internacional pues, como lo ha venido planteando el gran geógrafo brasileño Milton Santos: ante lo que estamos no es una mera forma de integración de las naciones-estado sino la emergencia de otro tipo de nexo históricosocial que es el mundo, constituido en la nueva realidad a pensar, y en la nueva categoría central de las ciencias sociales (6).
Ligado a sus dimensiones tecno-económicas, la globalización pone en marcha un proceso de interconexión a nivel mundial, que conecta todo lo que instrumentalmente vale –empresas, instituciones, individuos- al mismo tiempo que desconecta todo lo que no vale para esa razón. Este proceso de inclusión/exclusión a escala planetaria está convirtiendo a la cultura en espacio estratégico de compresión de las tensiones que desgarran y recomponen el “estar juntos”, y en lugar de anudamiento de todas sus crisis políticas, económicas, religiosas, étnicas, estéticas y sexuales. De ahí que sea desde la diversidad cultural de las historias y los territorios, desde las experiencias y las memorias, desde donde no sólo se resiste sino se negocia e interactúa con la globalización, y desde donde se acabará por transformarla. Lo que galvaniza hoy a las identidades como motor de lucha es inseparable de la demanda de reconocimiento y de sentido (7). Y ni el uno ni el otro son formulables en meros términos económicos o políticos, pues ambos se hallan referidos al núcleo mismo de la cultura en cuanto mundo del pertenecer a y del compartir con. Razón por la cual la identidad se constituye hoy en la fuerza más capaz de introducir contradicciones en la hegemonía de la razón instrumental.
Pues la mundialización cultural no opera desde afuera sobre esferas dotadas de autonomía como lo nacional o lo local. “La mundialización es un proceso que se hace y deshace incesantemente. Y en ese sentido sería impropio hablar de una ‘cultura global’ cuyo nivel jeráquico se situaría por encima de las culturas nacionales o locales. El proceso de mundialización es un fenómeno social total, que para existir se debe localizar, enraizarse en las prácticas cotidianas de los pueblos y los hombres” (8). La mundialización no puede confundirse con la estandarización de los diferentes ámbitos de la vida que fue lo que produjo la industrialización, incluido el ámbito de la “industria cultural”. Ahora nos encontramos ante otro tipo de proceso, que se expresa en la cultura de la modernidad-mundo, que es una nueva manera de estar en el mundo. De la que hablan los hondos cambios producidos en el mundo de la vida: en el trabajo, la pareja, la comida, el ocio. Es porque la jornada continua ha hecho imposible para millones de personas almorzar en casa, y porque cada día más mujeres trabajan fuera de ella, y porque los hijos se autonomizan de los padres muy tempranamente, y porque la figura patriarcal se devaluado tanto como se ha valorizado el trabajo de la mujer, que la comida ha dejado de ser un ritual que congrega a la familia, y desimbolizada la comida diaria ha encontrado su forma en el fast-food. De ahí que el éxito de McDonald’s o de Pizza Hut hable, más que de la imposición de la comida norteamericana, de los profundos cambios en la vida cotidiana de la gente, cambios que esos productos sin duda expresan y rentabilizan. Pues desincronizada de los tiempos rituales de antaño y de los lugares que simbolizaban la convocatoria familiar y el respeto a la autoridad patriarcal, los nuevos modos y productos de la alimentación “pierden la rigidez de los territorios y las costumbres convirtiéndose en informaciones ajustadas a la polisemia de los contextos” (9). Reconocer eso no significa desconocer la creciente monopolización de la distribución, o la descentralización que concentra poder y el desarraigo que empuja las culturas a hibridarse. Ligados estructuralmente a la globalización económica pero sin agotarse en ella, se producen fenómenos de mundialización de imaginarios ligados a músicas, a imágenes y personajes que representan estilos y valores desterritorializados y a los que corresponden también nueva figuras de la memoria. Pero así como con el Estado-nación no desaparecieron las culturas locales –aunque cambiaron profundamente sus condiciones de existencia- tampoco con la globalización va a desaparecer la heterogeneidad cultural, es más, lo que constatamos por ahora es su revival y su exasperación fundamentalista! Entender esta transformación en la cultura nos está exigiendo asumir que identidad significa e implica hoy dos dimensiones diametralmente distintas, y hasta ahora radicalmente opuestas. Hasta hace muy poco decir identidad era hablar de raíces, de raigambre, territorio, y de tiempo largo, de memoria simbólicamente densa. De eso y solamente de eso estaba hecha la identidad. Pero decir identidad hoy implica también –si no queremos condenarla al limbo de una tradición desconectada de las mutaciones perceptivas y expresivas del presente- hablar de redes, y de flujos, de migraciones y movilidades, de instantaneidad y desanclaje. Antropólogos ingleses han expresado esa nueva identidad a través de la espléndida imagen de moving roots, raíces móviles, o mejor de raíces en movimiento. Para mucho del imaginario subtancialista y dualista que todavía permea la antropología, la sociología y hasta la historia, esa metáfora resultará inaceptable, y sin embargo en ella se vislumbra alguna de las realidades más fecundamente desconcertantes del mundo que habitamos. Pues como afirma el antropólogo catalán, Eduard Delgado, “sin raíces no se puede vivir pero muchas raíces impiden caminar”.
El nuevo imaginario relaciona la identidad mucho menos con mismidades y esencias y mucho más con trayectorias y relatos. Para lo cual la polisemia en castellano del verbo contar es largamente significativa. Contar significa tanto narrar historias como ser tenidos en cuenta por los otros. Lo que entraña que para ser reconocidos necesitamos contar nuestro relato, pues no existe identidad sin narración ya que ésta no es sólo expresiva sino constitutiva de lo que somos (10). Para que la pluralidad de las culturas del mundo sea políticamente tenida en cuenta es indispensable que la diversidad de identidades pueda ser contada, narrada. Y ello tanto en cada uno de sus idiomas como en el lenguaje multimedial que hoy los atraviesa mediante el doble movimiento de las traducciones -de lo oral a lo escrito, a lo audivisual, a lo hipertextual- y de las hibridaciones, esto es de una interculturalidad en la que las dinámicas de la economía y la cultura-mundo movilizan no sólo la heterogenidad de los grupos y su readecuación a las presiones de lo global sino la coexistencia al interior de una misma sociedad de códigos y relatos muy diversos, conmocionando así la experiencia que hasta ahora teníamos de identidad. Lo que la globalización pone en juego no es sólo una mayor circulación de productos sino una rearticulación profunda de las relaciones entre culturas y entre países, mediante una des-centralización que concentra el poder económico y una des-territorialización que hibrida las culturas.
Si tanto individual como colectivamente las posibilidades de ser reconocidos, de ser tenidos en cuenta y contar en las decisiones que nos afectan, dependen de la expresividad y eficacia de los relatos en que contamos nuestras historias, ello es aun más decisivo en este permanente “laboratorio de identidades” que es América Latina. Trazare a mano alzada algunos trazos del mapa en que se sitúan los principales cambios en el mapa de las identidades culturales: las formas de supervivencia de las culturas tradicionales, las oscilaciones de la identidad nacional y las aceleradas transformaciones de las culturas urbanas.
En lo que se refiere las culturas tradicionales -campesinas, indígenas y negras- estamos ante una profunda reconfiguración de esas culturas, que responde no sólo a la evolución de los dispositivos de dominación sino también a la intensificación de su comunicación e interacción con las otras culturas de cada país y del mundo (11). Desde dentro de las comunidades esos procesos de comunicación son percibidos a la vez como otra forma de amenaza a la supervivencia de sus mundos –la larga y densa experiencia de las trampas a través de las cuales han sido dominadas carga de recelo cualquier exposición al otro- pero al mismo tiempo la comunicación es vivida como una posibilidad de romper la exclusión, como experiencia de interacción que si comporta riesgos también abre nuevas figuras de futuro. Ello esta posibilitando que la dinámica de las propias comunidades tradicionales desborde los marcos de comprensión elaborados por los antropólogos y los folkloristas: hay en esas comunidades menos complacencia nostálgica con las tradiciones y una mayor conciencia de la indispensable reelaboración simbólica que exige la construcción del futuro (12). Así lo demuestran la diversificación y desarrollo de la producción artesanal en una abierta interacción con el diseño moderno y hasta con ciertas lógicas de las industrias culturales, el desarrollo de un derecho propio a las comunidades, la existencia creciente de emisoras de radio y televisión programadas y gestionadas por las propias comunidades, y hasta la presencia del movimiento Zapatista proclamando por Internet la utopía de los indígenas mexicanos de Chiapas (13). A su vez esas culturas tradicionales cobran hoy para la sociedad moderna una vigencia estratégica en la medida en que nos ayudan a enfrentar el trasplante puramente mecánico de culturas, al tiempo que, en su diversidad, ellas representan un reto fundamental a la pretendida universalidad deshistorizada de la globalización y su presión homogenizadora.
La identidad nacional se halla hoy doblemente des-ubicada: pues de un lado la globalización disminuye el peso de los territorios y los acontecimentos fundadores que telurizaban y esencializaban lo nacional, y de otro la revaloración de lo local redefine de la idea misma de nación. Mirada desde la cultura-mundo,la nacional aparece proviciana y cargada de lastres estatistas y paternalistas. Mirada desde la diversidad de las culturas locales, la nacional equivale a homogenización centralista y acartonamiento oficialista (14). De modo que es tanto la idea como la experiencia social de identidad la que desborda los marcos maniqueos de una antropología de lo tradicional-autóctono y una sociología de lo moderno-universal. La identidad no puede entonces seguir siendo pensada como expresión de una sola cultura homogénea perfectamente distinguible y coherente. El monolinguismo y la uniterritorialidad, que la primera modernización reasumió de la colonia, escondieron la densa multiculturalidad de que estaba hecha cada nación y lo arbitrario de las demarcaciones que trazaron las fronteras de lo nacional.
Hoy las identidades nacionales son cada día más multilingüísticas y transterritoriales. Y se constituyen no sólo de las diferencias entre culturas desarrolladas separadamente sino mediante las desiguales apropiaciones y combinaciones que los diversos grupos hacen de elementos de distintas sociedades y de la suya propia. A la revalorización de lo local se añade el estallido de la, hasta hace poco unificada, historia nacional por el reclamo que los movimientos étnicos, raciales, regionales, de género, hacen del derecho a su propia memoria (15), esto es a la construcción de sus narraciones y sus imágenes. Reclamo que adquiere rasgos mucho más complejos en países en los que, como no pocos en América Latina, el Estado está aun haciéndose nación, y cuando la nación no cuenta con una presencia activa del Estado en la totalidad de su territorio.
Pero es en la ciudad, y en las culturas urbanas mucho más que en el espacio del Estado, donde se encardinan las nuevas identidades: hechas de imaginerías nacionales, tradiciones locales y flujos de información trasnacionales, y donde se configuran nuevos modos de representación y participación política, es decir nuevas modalidades de ciudadanía. Que es a donde apuntan los nuevos modos de estar juntos -pandillas juveniles, comunidades pentecostales, ghetos sexuales- desde los que los habitantes de la ciudad responden a unos salvajes procesos de urbanización, emparentados sin embargo con los imaginarios de una modernidad identificada con la velocidad de los tráficos y la fragmentariedad de los lenguajes de la información. Vivimos en unas ciudades desbordadas no sólo por el crecimiento de los flujos informáticos sino por esos otros flujos que sigue produciendo la pauperización y emigración de los campesinos, produciendo la gran paradoja de que mientras lo urbano desborda la ciudad permeando crecientemente el mundo rural, nuestras ciudades viven un proceso de des-urbanización (16) que nombra al mismo tiempo dos hechos: la ruralización de la ciudad devolviendo vigencia a viejas formas de supervivencia que vienen a insertar, en los aprendizajes y apropiaciones de la modernidad urbana, saberes, sentires y relatos fuertemente rurales; y la reducción progresiva de la ciudad que es realmente usada por los ciudadanos, pues perdidos los referentes culturales, insegura y desconfiada, la gente restringe los espacios en que se mueve, los territorios en que se reconoce, tendiendo a desconocer la mayor parte de una ciudad que es sólo atravesada por los trayectos inevitables.
Los nuevos modos urbanos de estar juntos se producen especialmente entre las generaciones de los más jóvenes, convertidos hoy en indígenas de culturas densamente mestizas en los modos de hablar y de vestirse, en la música que hacen u oyen y en las grupalidades que conforman, incluyendo las que posibilita la tecnología informacional. Es lo que nos des-cubren a lo largo y ancho de América Latina las investigaciones sobre las tribus de la noche en Buenos Aires, los chavos-banda en Guadalajara o las pandillas juveniles de las comunas nororientales de Medellín (17).
Lo complicado de la estructura narrativa de las identidades es que hoy día ellas se hallan trenzadas y entretejidas a una diversidad de lenguajes, códigos y medios que, si de un lado son hegemonizados, funcionalizados y rentabilizados por lógicas de mercado, de otro lado abren posibilidades de subvertir esas mismas lógicas desde las dinámicas y los usos sociales del arte y de la técnica movilizando las contradicciones que tensionan las nuevas redes intermediales. Por más que los apocalípticos –del último Popper a Sartori- atronen con sus lúgubres trompetas nuestros ya fatigados oídos, ni la densidad de las visualidades y sonoridades de las redes son sólo mercado y decadencia moral, son también el lugar de emergencia de un nuevo tejido social, y un nuevo espacio público, de un nuevo tejido de la socializad (18). Desde la contradicción que ha convertido a los perversos videos de Montesinos en la más mortal trampa para él y sus secuaces, y en un colosal instrumento de lucha contra la corrupción en Perú, hasta la resonancia y legitimidad mundial que la presencia en la red del comandante Marcos ha generado para su utopía zapatista. Ahí está el Foro Social-Mundial de Porto Alegre subvirtiendo el sentido que el mercado capitalista quiere dar a internet, y contándonos por esa misma red los extremos a que está llegando la desigualdad en el mundo, el crecimiento de la pobreza y la injusticia que la orientación neoliberal de la globalización está produciendo especialmente en nuestros países. Mientras Microsoft y otros buscan monopolizar las redes, montones de gente, que son a la vez una minoría estadística para la población del planeta, son también una voz disidente con presencia mundial cada día más incómoda al sistema y más aglutinante de luchas y búsquedas sociales, de puesta en común de experiencias sociales, políticas y artísticas.
Entonces, tanto o más que objetos necesitados de políticas, la comunicación y la cultura son tornadas por la globalización en un campo primordial de batalla política: el estratégico escenario que le exige a la política densificar su dimensión simbólica, su capacidad de convocar y construir ciudadanos, para enfrentar la erosión que sufre el orden colectivo. Que es lo que no puede hacer el mercado (19) por más eficaz que sea su simulacro. Pues el mercado no puede sedimentar tradiciones ya que todo lo que produce “se evapora en el aire” dada su tendencia estructural a una obsolescencia acelerada y generalizada, no sólo de las cosas sino también de las formas y las instituciones. El mercado no puede crear vínculos societales, esto es verdaderos lazos entre sujetos, pues estos se constituyen en conflictivos procesos de comunicación de sentido, y el mercado opera anónimamente mediante lógicas de valor que implican intercambios puramente formales, asocaciones y promesas evanescentes que sólo engendran satisfacciones o frustraciones pero nunca sentido. El mercado no puede en últimas engendrar innovación social pues ésta presupone diferencias y solidaridades no funcionales, resistencias y subversiones, ahí lo único que pude hacer el mercado es lo que él sabe: cooptar la innovación y rentabilizarla.
Ahí se sitúa justamente, la reflexión de Arjun Appadurai, para quien los flujos financieros, culturales o de derechos humanos, se producen en un movimiento de vectores que hasta ahora fueron convergentes por su articulación en el estado nacional pero que en el espacio de lo global son vectores de disyunción. Es decir que, aunque son coetáneos e isomorfos en cierto sentido, esos movimientos potencian hoy sus diversas temporalidades con los muy diversos ritmos que los cruzan en muy diferentes direcciones. Lo que constituye un desafío colosal para unas ciencias sociales que siguen todavia siendo profundamente monoteístas, creyendo que hay un principio organizador y compresivo de todas dimensiones y procesos de la historia. Claro que entre esos movimientos hay articulaciones estructurales pero la globalización no es ni un paradigma ni un proceso sino multiplicidad de procesos que se cruzan y se articulan entre sí pero que no caminan todos en la misma dirección. Lo que se convierte para Appadurai en la exigencia de construir, pero a escala del mundo, una globalización desde abajo: que es el esfuerzo por articular la significación de esos procesos justamente desde sus conflictos, articulación que ya se está produciendo en la imaginación colectiva actuante en lo que él llama “las formas sociales emergentes” desde el ámbito ecológico al laboral, y desde los derechos civiles a las ciudadanías culturales. Esfuerzo en el que juega un papel estratégico la imaginación social, pues la imaginación ha dejado de ser un asunto de genio individual, un modo de escape a la inercia de la vida cotidiana o una mera posibilidad estética, para convertirse en una facultad de la gente del común que le permite pensar en emigrar, en resistir a la violencia estatal, en buscar reparación social, en diseñar nuevos modos de asociación, nuevas colaboraciones cívicas que cada vez más trascienden las fronteras nacionales. Appadurai escribe textualmente: “Si es a través de la imaginación que hoy el capitalismo disciplina y controla a los ciudadanos contemporáneos, sobre todo a través de los medios de comunicación, es también la imaginación la facultad a través de la cual emergen nuevos patrones colectivos de disenso, de desafección y cuestionamiento de los patrones impuestos a la vida cotidiana. A través de la cual vemos emerger formas sociales nuevas, no predatorias como las del capital,formas constructoras de nuevas convivencias humanas (20).
II. GLOBALIDAD Y TECNICIDAD:
Reconfiguraciones del poder y la propiedad
El lugar de la cultura en la sociedad cambia cuando la mediación tecnológica de la comunicación deja de ser meramente instrumental para espesarse, densificarse y convertirse en estructural: la que tecnología moviliza y cataliza hoy no es tanto la novedad de unos aparatos sino nuevos modos de percepción y de lenguaje, nuevas sensibilidades y escrituras.
Radicalizando la experiencia de des-anclaje producida por la modernidad, la tecnología deslocaliza los saberes modificando tanto el estatuto cognitivo como institucional de las condiciones del saber y de las figuras de la razón. Lo que está conduciendo a un fuerte emborronamiento de las fronteras entre razón e imaginación, saber e información, naturaleza y artificio, arte y ciencia, saber experto y experiencia profana. Un nuevo modo de producir, inextricablemente asociado a un nuevo modo de comunicar, convierte al conocimiento en una fuerza productiva directa: “lo que ha cambiado no es el tipo de actividades en las que participa la humanidad sino su capacidad tecnológica de utilizar como fuerza productiva lo que distingue a nuestra especie como rareza biológica, su capacidad para procesar símbolos” (21), afirma M. Castells. La “sociedad de la información” no es entonces sólo aquella en la que la materia prima más costosa es el conocimiento sino también aquella en la que el desarrollo económico, social y político, se hallan estrechamente ligados a la innovación, que es el nuevo nombre de la creatividad social.
Pero esas transformaciones se realizan siguiendo el más que nunca hegemónico movimiento del mercado, sin apenas intervención del Estado, o más aun minando el sentido y las posibilidades de esa intervención, esto es dejando sin piso real al espacio y al servicio público, y acrecentando las concentraciones monopólicas. Ya a mediados de los años 80 empezamos a comprender que el lugar de juego del actor transnacional no se hallaba sólo en el ámbito económico –la devaluación de los Estados en su capacidad de decisión sobre las formas propias de desarrollo y las áreas prioritarias de inversión- sino en la hegemonía de una racionalidad desocializadora del Estado y legitimadora de la disolución de lo público. El Estado había comenzado a dejar de ser garante de la colectividad nacional, en cuanto sujeto político, y a convertirse en gerente de los intereses privados transnacionales. Las llamadas entonces nuevas tecnologías de comunicación entraban a constituirse en un dispositivo estructurante de la redefinición y remodelación del Estado: a hacer fuerte a un Estado al que refuerzan en sus posibilidades/tentaciones de control, mientras lo debilitan al desligarlo de sus funciones públicas. A la vez que perdían capacidad mediadora los medios ganaban fuerza como nuevo espacio tecnológico de reconversión industrial.
En gran medida la conversión de los medios en grandes empresas industriales se halla hoy ligada a dos movimientos convergentes: la importancia estratégica que el sector de las telecomunicaciones ocupa en la política de modernización y apertura neoliberal de la economía, y la presión que ejercen las transformaciones tecnológicas hacia la des-regulación del funcionamiento empresarial de los medios. Dos son las tendencias más notorias en este plano.
Una, la conversión de los grandes medios en empresas o corporaciones multimedia, ya sea por desarrollo o fusión de los propios medios de prensa, radio o televisión, o por la absorción de los medios de comunicación de la parte de grandes conglomerados económicos; y dos, la des-bicación y reconfiguraciones de la propiedad. La primera, tiene en su base la convergencia tecnológica entre el sector de las telecomunicaciones (servicios públicos en acelerado proceso de privatización) y el de los medios de comunicación, y se hizo especialmente visible a escala mundial en la fusión de la empresa de medios impresos TIME con la WARNER de cine, a la que entra posteriormente la japonesa Tosihiba, y a la que se unirá despues CNN, el primer canal internacional de noticias; o en la compra de la Columbia Pictures por la SONY. En América Latina (22), a la combinación de empresas de prensa con las de televisión, o viceversa, además de radio y discografía, O Globo y Televisa le han añadido últimamente las de televisión satelital. Ambas participan en la empresa conformada por News Corporation Limited, propiedad de Robert Murdoch, y Telecommunication Incorporeid, que es el consorcio de televisión por cable más grande del mundo. Televisa y O Globo ya no estan solos, otros dos grupos, el uno argentino y el otro brasileño, se han sumado a las grandes corporaciones multimedia. El grupo Clarin que, partiendo de un diario, edita hoy revistas y libros, es dueño de la red Mitre de radio, del Canal 13 de TV, de la más grande red de TVCable que cubre la ciudad capital y el interior, Multicanal, y de la mayor agencia nacional de noticias, ademas de su participación en empresas productoras de cine y de papel. Y en Brasil el grupo Abril que, a partir de la industria de revistas y libros, se ha expandido a las empresas de tVcable y de video, y que hace parte del macrogrupo DIRECTV, en el que participan Hughes Communications, uno de los más grandes consorcios constructor de satélites, y el grupo venezolano Cisneros, el otro grande de la televisión en Latinoamérica.
En un nivel de menor capacidad económica pero no menos significativo se hallan varias empresas de prensa que se han expandido en los últimos años al sector audiovisual. Así El Tiempo, de Bogota, que está ya en tVcable, acaba de inaugurar el canal local para Bogotá CitiTV y construye actualmente un conjunto multisalas de cine; el grupo periodístico El Mercurio, de Santiago de Chile, dueño de la red de tVcable Intercom; el grupo Vigil, argentino, que partiendo de la editorial Atlántida posee hoy el Canal Telefé y una red de tVcable que opera no sólo en Argentina sino en Brasil y Chile. De esa tendencia hace parte también la desaparición, o al menos la flexibilización, de los topes de participación de capital extranjero en las empresas latinoamericanas de medios.
Tanto Televisa como el grupo Cisneros hacen ya parte de empresas de televisión en varios países de Suramerica; en el grupo Clarín hay fuertes inversiones de las norteamericanas GTE y AT&T; Rupert Murdoch tiene inversiones en O Globo; el grupo Abril se ha asociado con las compañías de Disney, Cisneros y Multivisón con Hughes, etc. En conjunto, lo que esa tendencia evidencia es que, mientras la audiencia se segmenta y diversifica, las empresas de medios se entrelazan y concentran constituyendo en el ámbito de los medios de comunicación algunos de los oligopolios más grandes del mundo. Lo que no puede dejar de incidir sobre la conformación de los contenidos, sometidos a creciente patrones de abaratamiento de la calidad y fuertes, aunque muy diversificados modos, de uniformación.
La otra tendencia reubica al campo de los medios de comunicación como uno de los ámbitos en los que las modalidades de la propiedad presentan mayor movimiento. Es éste claramente uno de lo campos donde más se manifiesta el llamado postfordismo: el paso de la producción en serie a otra más flexible, capaz de programar variaciones cuasi “personalizadas” para seguir el curso de los cambios en el mercado. Un modelo de producción así, que responde a los ritmos del cambio tecnológico y a una aceleración en la variación de las demandas, no puede menos que conducir a formas flexibles de propiedad. Nos encontramos ante verdaderos movimientos de “des-ubicación de la propiedad” que, abandonando en parte la estabilidad que procuraba la acumulación, recurre a alianzas y fusiones móviles que posibilitan una mayor capacidad de adaptación a las cambiantes formas del mercado comunicativo y cultural. Como afirma Castells no asistimos a la desaparición de las grandes compañías pero “sí a la crisis de su modelo de organización tradicional (...) La estructura de las industrias de alta tecnología en el mundo es una trama cada vez más compleja de alianzas, acuerdos y agrupaciones temporales, en la que las empresas más grandes se vinculan entre si” (23) y con otras medianas y hasta pequeñas en una vasta red de subcontratación. A esa red de vínculos operativos de relativa estabilidad corresponde una nueva “cultura organizacional” que pone el énfasis en la originalidad de los diseños, la diversificación de las unidades de negocio y un cierto fortalecimiento de los derechos de los consumidores. Lo que en esas reconfiguraciones de la propiedad está en juego no son sólo movimientos del capital sino las nuevas formas que debe adoptar cualquier regulación que busque la defensa de los intereses colectivos y la vigilancia sobre las prácticas monopolísticas.
¿Les queda entonces sentido a las políticas de comunicación?
Sí, a condición de que esas políticas:
1. Superen la vieja concepción excluyente de lo nacional y asuman que su espacio real es más ancho y complejo: el de la diversidad de las culturas locales dentro de la nación y el de la construcción del espacio cultural latinoamericano.
2. No sean pensadas sólo desde los ministerios de Comunicaciones, como meras políticas de tecnología o “de medios”, sino que hagan parte de las políticas culturales. No podemos pensar en cambiar la relación del Estado con la cultura sin una política cultural integral, esto es que asuma en serio lo que los medios tienen de, y hacen con, la cultura cotidiana de la gente; del mismo modo que no podemos des-estatalizar lo público sin reubicarlo en el nuevo tejido comunicativo de lo social, es decir sin políticas capaces de convocar y movilizar al conjunto de los actores sociales: instituciones, organizaciones y asociaciones; estatales, privadas e independientes; políticas, académicas y comunitarias;
3. Sean trazadas tanto para el ámbito privado como público de los medios. En el privado, y en un tiempo en que la desregulación es la norma, la intervención del Estado en el mercado debe establecer unas mínimas reglas de juego que: exijan limpieza y compensación en las concesiones, preserven el pluralismo en la información y la cultura, ordenen una cuota mínima de producción nacional, fomenten la experimentación y la creatividad, en especial protegiendo la existencia de grupos de independientes de producción. En el público, se trata ante todo de alentar -sostener, subsidiar e incentivar- medios y experiencias de comunicación que amplíen la democracia, la participación ciudadana y la creación/apropiación cultural, y ello no sólo en el plano nacional sino también en el regional y local. Si el Estado se ve hoy obligado desregular el funcionamiento de los medios comerciales debe entonces ser coherente permitiendo la existencia de múltiples tipos de emisoras y canales que hagan realidad la democracia y el pluralismo que los canales comerciales poco propician. Así como en el ámbito del mercado la regulación estatal se justifica por el innegable interés colectivo presente en toda actividad de comunicación masiva, la existencia de medios públicos se justifica en la necesidad de posibilitar alternativas de comunicación que den entrada a todas aquellas demandas culturales que no caben en los parámetros del mercado, ya sean provenientes de las mayorías o de las minorías.
4. Tengan proyección sobre el mundo de la educación. Lo que tiene que ver menos con la presencia instrumental de medios en la escuela, o de la educación en los medios, que con la cuestión estratégica de cómo insertar la educación -desde la primaria a la universidad- en los complejos procesos de comunicación de la sociedad actual, en el ecosistema comunicativo que conforma la trama de tecnologías y lenguajes, sensibilidades y escrituras. Se trata de la des-ubicación y re-ubicación de la educación en el nuevo entorno difuso de informaciones, lenguajes y saberes, y descentrado por relación a la escuela y el libro, ejes que organizan aun el sistema educativo.
III. ¿LE QUEDA SITIO EN EL GLOBO AL ESPACIO CULTURAL LATINOAMERICANO?
Tensionado entre los discursos del Estado y la lógica del mercado, se oscurece y desgarra el significado de las siglas que multiplicada y compulsivamente dicen el deseo de integración latinoamericana. Pues la integración de los países latinoamericanos pasa hoy ineludiblemente por su integración a una economía-mundo regida por la más pura y dura lógica del mercado. Lo que, al hacer prevalecer las exigencias de competitividad sobre las de cooperación, está fracturando la solidaridad regional: los movimientos de integración económica se traducen así, de un lado en la inserción excluyente (24) de los grupos subregionales (TLC, Mercosur) en los macrogupos del Norte y de Europa, y de otro en una apertura económica que acelera la concentración del ingreso, la reducción del gasto social y el deterioro de la escena pública.
De otro lado, la revolución tecnológica plantea claras exigencias de integración al hacer del espacio nacional un marco cada día más insuficiente para aprovecharla o para defenderse de ella (25), al mismo tiempo que refuerza y densifica la desigualdad del intercambio (26). Es a nombre de una integración globalizada que los gobiernos de nuestros países justifican los enormes costos sociales que la “apertura” acarrea: esa modernización tecnoeconómica que amenaza otra vez con suplantar entre nosotros al proyecto político-cultural de la modernidad.
Pues si hay un movimiento poderoso de integración –entendida ésta como superación de barreras y disolución de fronteras- es el que pasa por las industrias culturales de los medios masivos y las tecnologías de información. Pero a la vez son esas mismas industrias y tecnologías las que más fuertemente aceleran la integración de nuestros pueblos, la heterogénea diferencia de sus culturas, en la indiferencia del mercado.
Las contradicciones latinoamericanas que atraviesan y sostienen su globalizada
El cine se halla acosado entre la retirada del apoyo estatal (29) a las empresas productoras -que hizo descender a menos de la mitad la producción anual en los países con mayor tradición como México y Brasil - y la disminución de expectadores que, por ejemplo en México significó en los años 80 la caida de 123 a 61 millones de espectadores y en Argentina de 45 a 22 millones, debatiéndose entre una propuesta comercial sólo rentable en la medida en que pueda superar el ámbito nacional,y una propuesta cultural sólo viable en la medida en que sea capaz de insertar los temas locales en la sensibilidad y la estética de la cultura-mundo. Lo que obligó al cine a subordinarse al video en cuanto tecnología de distribución, circulación y consumo: ya en 1990 había en América Latina diez millones de videograbadoras, doce mil videoclubes de alquiler de cintas y trescientos cuarenta millones de cintas alquiladas al año.
Esa tendencia ha comenzado a cambiar significativamente en los últimos años (30). Del lado de la producción, la desaparición del cine nacional que parecía inatajable -la destrucción neoliberal de las instituciones que desde el Estado apoyaban ese cine así lo aseguraba- se ve frenado por la forma explícita o velada, esto es con menor capacidad económica pero con mayor capacidad de negociación con la industria televisiva e incluso con algunos conglomerados económicos multimediales, en que esas instituciones reaparecen actualmente en Brasil, Argentina o Colombia. Lo que está significando para el cine la recuperación de la capacidad de experimentar estéticamente y de expresar culturalmente la pluralidad de historias y de memorias de que están hechas tanto las naciones como Latinoamérica en su conjunto. Y también del otro lado, el de las formas de consumo, el cine experimenta actualmente cambios importantes. Al cierre acelerado de salas de cine –para dedicarlas en buena parte a templos evangélicos!- le ha sucedido la aparición de los conjuntos multisalas, que reducen drásticamente el número de sillas por sala pero multiplican la oferta de filmes. Al mismo tiempo la composición de los públicos habituales de cine también sufre un cambio notable: las generaciones más jóvenes – a la vez que devoran videoclips en la televisión- parecen estarse reencontrando con el cine en su “lugar de origen”: las salas públicas. Ello nos coloca ante una profunda diversificación de los públicos de cine (31), que reabre las posibilidades a un cine capaz de interpelar culturalmente, esto es de poner a comunicar a las culturas y sus pueblos. Tanto en la producción como en su consumo esos nuevos desarrollos del cine exigen una presencia de los Estados y los organismos internacionales capaz de concertar con las empresas y los grupos independientes unas políticas culturales mínimas de reconstrucción del espacio público y defensa de los intereses colectivos.
En lo que atañe a la televisión, como en ningún otro medio en ella se hacen presentes las contradicciones de la globalizada modernización latinoamericana: la desproporción del espacio social que ese medio ocupa –tanto en el tiempo que las mayorías le dedican como en la importancia que adquiere lo que en él aparece- es sin embargo proporcional a la ausencia de espacios políticos de expresión y negociación de los conflictos y a la no representación, en el discurso de la cultura oficial, de la diversidad de las identidades culturales. Son los largos empantanamientos políticos, la debilidad de nuestras sociedades civiles, y una profunda esquizofrenia cultural en las elites, los que recargan cotidianamente la desmesurada capacidad de representación que ha adquirido la televisión. Desde México hasta la Patagonia argentina la Televisión convoca hoy a las gentes como ningún otro medio, pero el rostro que de nuestros países aparece en la televisión es un rostro contrahecho y deformado por la trama de los intereses económicos y políticos que sostienen y moldean a ese medio. De modo que la capacidad de interpelación que presenta la televisión no pude ser confundida con los ratings de audiencia. No porque la cantidad de tiempo dedicado a la televisión no cuente sino porque el peso político o cultural de la televisión no es medible en el contacto directo e inmediato, sólo puede ser evaluado en términos de la mediación social que logran sus imágenes. Y esa capacidad de mediación proviene menos del desarrollo tecnológico del medio, o de la modernización de sus formatos, que de lo que de él espera la gente, y de lo que le pide. Esto significa que es imposible saber lo que la televisión hace con la gente si desconocemos las demandas sociales y culturales que la gente le hace a la televisión. Demandas que se alimentan de, y se proyectan sobre, los dispositivos y modalidades de reconocimiento socio- cultural que la televisión ofrece. Es por eso que en Latinoamérica el género mediático que más densos entrecruces presenta de las matrices culturales populares con los formatos industriales es sin duda la telenovela.
Hasta mediados de los años setenta las series norteamericanas dominaban en forma aplastante la programación de ficción en los canales latinoamericanos de televisión. Lo que, de una parte significaba que el promedio de programas importados de los EE.UU. -en su mayoría comedias y series melodramáticas o policíacas- ocupaba cerca del 40 % de la programación (32); y de otra parte, esos programas ocupaban los horarios más rentables, tanto los nocturnos entre semana como a lo largo de todo el día los fines de semana. A finales de los setentas la situación comienza a cambiar y durante los años 80 la producción nacional crecerá y entrará a disputar a los seriados norteamericanos los horarios “nobles”. En un proceso sumamente rápido la telenovela nacional en varios países -México, Brasil, Venezuela, Colombia, Argentina- y en los otros la telenovela brasileña, mexicana o venezolana, desplazan por completo a la producción norteamericana (33). A partir de ese momento, y hasta inicios de los años noventa, no sólo en Brasil, México y Venezuela, principales países exportadores, también en Argentina, Colombia, Chile y Perú la telenovela ocupa un lugar determinante en la capacidad nacional de producción televisiva (34), esto es en la consolidación de la industria televisiva, en la modernización de sus procesos e infraestructuras -tanto técnicas como financieras- y en la especialización de sus recursos: libretistas, directores, camarógrafos, sonidistas, escenógrafos, editores. La producción de telenovelas significó a su vez una cierta apropiación del género por cada país: su nacionalización. Pues si bien el género telenovela implica rígidos estereotipos en su esquema dramático, y fuertes condicionantes en su gramática visual -reforzados por la lógica estandarizadora del mercado televisivo- también lo es que cada país ha hecho de la telenovela un particular lugar de cruces entre la televisión y otros campos culturales como la literatura, el cine, el teatro. La telenovela se convirtió entonces en un conflictivo pero fecundo terreno de redefiniciones político-culturales: mientras en países como Brasil se incorporaban a la producción de telenovelas valiosos actores de teatro, directores de cine, prestigiosos escritores de izquierda, en otros países la televisión en general y la telenovela en particular eran rechazadas por los artistas y escritores como la más peligrosa de las trampas y el más degradante de los ámbitos profesionales. Poco a poco, sin embargo, la crisis del cine por un lado, y la superación de los extremismos ideológicos por otro, han ido incorporando a la televisión, sobre todo a través de la telenovela, a muchos artistas, escritores, actores que aportan temáticas y estilos por los que pasan dimensiones claves de la vida y las culturas nacionales y locales.
En el momento de su mayor creatividad, la telenovela latinoamericana atestigua las dinámicas internas de una identidad cultural plural (35). Pero será justamente esa heterogeneidad de narraciones, que hacía visible la diversidad cultural de lo latinoamericano, la que la globalización ha ido reduciendo progresivamente. El éxito de la telenovela, que fue el trampolín hacia su internacionalización, y que respondía a un movimiento de activación y reconocimiento de lo latinoamericano en los países de la región, va a marcar también, paradójicamente, el inicio de un movimiento de uniformación de los formatos y borramiento de las señas de aquella identidad plural. Pero hasta qué punto la globalización de los mercados significa la disolución de toda verdadera diferencia cultural o su reducción a recetarios de congelados folklorismos?
Ese mismo mercado también está reclamando la puesta en marcha de procesos de experimentación e innovación que permitan insertar en los lenguajes de una tecnicidad mundializada la diversidad de narrativas, gestualidades e imaginarios en que se expresa la riqueza de nuestros pueblos. Es lo que están evidenciando ciertas producciones brasileñas, y lo que acaba de ejemplarizar el éxito mundial de la telenovela colombiana Café, y algunas nuevas series latinoamericanas.
La relación entre medios y culturas, sobre todo en el campo audiovisual, se ha tornado en los años noventa especialmente compleja. Como demostró, en la última reunión del Gatt –ahora Organización Mundial de Comercio-, el debate entre la Unión Europea y los Estados Unidos sobre la “excepción cultural”, la producción y circulación de las industrias culturales exige una mínima puesta en común de decisiones políticas. En América Latina ese mínimo de políticas culturales comunes ha sido imposible de lograr hasta ahora. En primer lugar por las exigencias y presiones del patrón neoliberal que ha acelerado el proceso de privatización del conjunto de las telecomunicaciones y desmontado las pocas normas que en algún modo regulaban la expansión de la propiedad. A lo que ahora asistimos es a la conformación y reforzamiento de poderosos conglomerados multimediales que manejan a su antojo y conveniencia, en unos casos la defensa interesada del proteccionismo sobre la producción cultural nacional, y en otros la apología de los flujos transnacionales. En los dos grandes acuerdos de integración subregional -la entrada de México al TLC (Tratado de Libre Comercio) entre EE. UU. y Canadá, y la creación del Mercosur entre Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay- la presencia del tema cultural es hasta ahora netamente marginal:”objeto sólo de anexos o acuerdos paralelos” (36). Los objetivos directa e inmediatamente económicos –desarrollo de los mercados, aceleración de los flujos de capital- obturan la posibilidad de plantearse un mínimo de políticas acerca de la concentración financiera y el ahondamiento de la división social entre los inforricos y los infopobres. La otra razón de fondo, que impide integrar un mínimo las políticas sobre industrias culturales en los acuerdos de integración latinoamericana, estriba en el divorcio entre el predominio de una concepción populista de la identidad nacional y un pragmatismo radical de los Estados a la hora de insertarse en los procesos de globalización económica y tecnológica. Concentradas en preservar patrimonios y promover las artes de elite, las políticas culturales de los Estados han desconocido por completo el papel decisivo de las industrias audiovisuales en la cultura cotidiana de las mayorías. Ancladas en una concepción básicamente preservacionista de la identidad, y en una práctica desarticulación con respecto a lo que hacen las empresas y los grupos independientes, ese “tercer sector” cada día más denso, las políticas públicas están siendo en gran medida responsables de la desigual segmentación de los consumos y del empobrecimiento de la producción endógena. Y ello en momentos en que la heterogeneidad y la multiculturalidad no pueden ser más vistas como un problema sino como la base de la renovación de la democracia. Y cuando el liberalismo, al expandir la desregulación hasta el mundo de la cultura, está exigiendo de los Estados un mínimo de presencia en la preservación y recreación de las identidades colectivas.
Pero si del lado de los Estados la integración cultural sufre de los obstáculos que acabamos de enumerar, existen otras dinámicas que movilizan hacia la integración el escenario audiovisual latinoamericano. En primer lugar el desarrollo de nuevos actores y formas de comunicación desde los que se están recreando las identidades culturales. Me refiero a las radioemisoras y televisoras regionales, municipales y comunitarias, y a los innumerables grupos de producción de video popular que están constituyendo “un espacio público en gestación, representante de un impulso local hacia arriba, destinado a convivir con los medios globales.
Convivencia que constituye quizá la tendencia más clara de las industrias culturales ‘de punta’ en la región” (37). Sin ser de los más avanzados en ese terreno, Colombia por ejemplo cuenta ya con 546 emisoras de radio comunitaria y con cerca de 400 experiencias de televisión local y comunitaria. Todas ellas hacen parte de esas redes informales que, desde aldeas y barriadas –vía los encadenamientos posibilitados por el TV-cable y las antenas parabólicas- ponen a comunicar, mestizándolas, sus propias configuraciones culturales con la diversidad de las culturas del mundo que, aun descontextualizadas y esquematizadas, se asoman por las redes globales.
También entre las grandes industrias del rock pasan hoy movimientos de comunicación e integración cultural nada despreciables. El movimiento del rock latino despierta creatividades insospechadas de mestizajes e hibridaciones de las estéticas transnacionales con los sones y ritmos más locales. “En tanto afirmación de un lugar y un territorio, este rock es a la vez propuesta estética y política. Uno de los ‘lugares’ donde se construye la unidad simbólica de América Latina, como lo ha hecho la salsa de Ruben Blades, las canciones de Mercedes Sosa y de la Nueva Trova Cubana, lugares desde donde se miran y se construyen los bordes de lo latinoamericano” afirma una joven investigadora colombiana (38). Que se trata de modos de recreación de lo latinoamericano como un lugar de pertenencia cultural y de enunciación específico, lo prueba la existencia del canal latino de MTV, en el que se hace presente, junto a la musical, la creatividad audiovisual en ese género híbrido, global y joven por excelencia que es el videoclip.
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4. M.Serres, Hominescence, Le pommier, Paris, 2001.
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6. M. Santos, Por uma outra globalizacao:do pensamiento único á consciencia universal,Record, Rio de Janeiro, 2000.
7. Ch.Taylor, Multicultualismo.Lotte per il riconoscimento, Feltrinelli, Milan,1998; ver tambien: N. Fraser, “Redistribución y reconocimiento” in Justitia interrupta. Reflexiones críticas desde la posición ’postsocialista”, Siglo del Hombre, Bogotá, 1998.
8. R. Ortiz, Mundializaçao e cultura, p. 32, Brasiliense, Sao Paulo, 1994
9. Ibidem, p.87; ver tambien del mismo autor,Otro territorio, C. A.B. Bogotá, 1998
10. A ese respecto: Homi K. Bhabha (Ed.), Nation and narration, Routledge, London, 1977; Jose Miguel Marinas “La identidad contada”, in Destinos del relato al fin del milenio ps. 75-88, Archivos de la Filmoteca, Valencia, 1995.
11. R.Bayardo y M.Lacarrieu (Comp.) Globalización e identidad cultural, Ciccus, Buenos Aires, 1997; D. Mato y otros, América Latina en tiempos de globalización: procesos culturales y transformaciones sociopolíticas, Unesco/U.C.V.,Caracas, 1996.
12. N. Garcia Canclini, Culturas híbridas, ps. 280 y ss., Grijalbo, México,1990;G. Gimenez, y R. Pozas (Coord.), Modernización e identidades sociales, UNAM, México, 1994;W. Rowe / V. Scheling, Memory and Modernity. Popular culture in Latin America, Verso,
13. A ese respecto E.Sanchez Botero, Justicia y pueblos indígenas de Colombia, Univ.Nacional/Unijus, Bogotá,1998; A.G.Quintero Rivera, Salsa,sabor y control,Siglo XXI, México,1998; R. Ma.Alfaro y otros, Redes solidarias,culturas y multimedialidad, Ocic-AL/Uclap,Quito, 1998; S. Rojo Arias, “La historia,la memoria y la identidad en los comunicados del EZLN” in Identidades, número especial de Debate feminista, México, 1996; N.García Canclini, Las cultura populares en el capitalismo, Nueva Imagen, México, 1982.
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