Publicado en MARTÍN BARBERO, Jesús. De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía, Gustavo Gilli, Barcelona, 1987.
A finales de años sesenta un pensamiento que prolonga por herencia o polémica la reflexión de los de Frankfurt va a tomar como eje la crisis entendida como emergencia del acontecimiento, contra-cultura, implosión de lo social, muerte del espacio público o impase en la legitimación del capitalismo. Y más allá de las ideologías de la crisis —de las que no se verá libre nadie que lo aborde— en torno a ese concepto va a desarrollarse un esfuerzo importante por pensar el sentido de los nuevos movimientos políticos, de los nuevos sujetos–actores sociales —desde los jóvenes y las mujeres a los ecologistas— y los nuevos espacios en los que, del barrio al hospital psiquiátrico, estalla la cotidianidad, la heterogeneidad y conflictividad de lo cultural.
BENJAMIN VERSUS ADORNO O EL DEBATE DE FONDO
Con los de Frankfurt la reflexión crítica latinoamericana se encuentra implicada directamente. No sólo en el debate que plantea esa Escuela, sino en un debate con ella. Las otras teorías sobre la cultura de masas nos llegaron como mera referencia teórica, asociadas a, o confundidas con un funcionalismo al que se respondía “sumariamente” desde un marxismo más afectivo que efectivo. Los trabajos de la Escuela de Frankfurt indujeron la apertura de un debate político interno: en un principio, porque sus ideas no se dejaban, utilizar políticamente con la facilidad instrumentalista a la que sí se prestaron otros tipos de pensamiento de izquierda, y más tarde porque paradójicamente fuimos descubriendo todo lo que el pensamiento de Frankfurt nos impedía pensar a nosotros, todo lo que de nuestra realidad social y cultural no cabía ni en su sistematización ni en su dialéctica. De ahí que lo que sigue tenga un innegable sabor a ajuste de cuentas, sobre todo con el pensamiento de Adorno, que es el que ha teñido entre nosotros mayor penetración y continuidad. E1 encuentro posterior con los trabajos de Walter Benjamin vino no sólo a enriquecer el debate, sino a ayudarnos a comprender mejor las razones de nuestra desazón: desde dentro, pero en plena disidencia con no pocos de los postulados de la Escuela, Benjamin había esbozado algunas claves para pensar lo no–pensado: lo popular en la cultura no como su negación, sino como experiencia y producción.
"Del logos mercantil al arte como extrañamiento"
El concepto de industria cultural nace en un texto de Horkheimer y Adorno publicado en 1947 (1), y lo que contextualizó la escritura de ese texto es tanto la Norteamérica de la democracia de masas como la Alemania nazi. Allí se busca pensar la dialéctica histórica que arrancando de la razón ilustrada desemboca en la irracionalidad que articula totalitarismo político y masificación cultural como las dos caras de una misma dinámica.
El contenido del concepto no se da de una vez —de ahí la trampa que ofrecen esas definiciones sacadas de alguna frase suelta—, sino que se despliega a lo largo de una reflexión que envuelve a cada paso más ámbitos, al tiempo que la argumentación se va estrechando y cohesionando. Se parte del sofisma que representa la idea del “caos cultural” —esa pérdida del centro y consiguiente dispersión y diversificación de 1os niveles y experiencias culturales que descubren y describen los teóricos de la sociedad de masas— y se afirma la existencia de un sistema que regula, puesto que la produce, la aparente dispersión. La “unidad de sistema” es enunciada a partir de un análisis de la lógica de la industria, en la que se distingue un doble dispositivo: la introducción en la cultura de la producción en serie “sacrificando aquello por lo cual la lógica de la obra se distinguía de la del sistema social”, y la imbricación entre producción de cosas y producción de necesidades en tal forma que “la fuerza de la industria cultural reside en la unidad con la necesidad producida”; el gozne entre uno y otro se halla en “la racionalidad de la técnica que es hoy la racionalidad del dominio mismo”(2).
La afirmación de la unidad del sistema constituye uno de los aportes más válidos de la obra de Horkheimer y Adorno, pero también de los más polémicos. Por una parte, la afirmación de esa unidad desvela la falacia de cualquier culturalismo al ponernos en la pista de “la unidad en formación de la política” y descubrirnos que las diferencias pueden ser también producidas. Pero esa afirmación de la “unidad” se torna teóricamente abusiva y políticamente peligrosa cuando de ella se concluye la totalización de la que se infiere que del film más ramplón a los de Chaplin o Welles “todos los films dicen lo mismo”, pues aquello de lo que hablan “no es más que el triunfo del capital invertido” (3). La materialización de la unidad se realiza en el esquematismo, asimilando toda obra al esquema, y en la atrofia de la actividad del espectador. Así, a propósito del jazz se afirma que “el arreglador de música de jazz elimina toda cadencia que no se adecue perfectamente a su jerga”, y por si no estaba claro se erige al jazz en ejemplo, o mejor en paradigma, de la identificación que debe demostrar cada sujeto con el poder por el que es sometido, afirmando que esa sumisión “está en la base de las síncopas del jazz que se burla de las trabas y al mismo tiempo las convierte en normas” (4). Como prueba de la atrofia de la actividad del espectador se pondrá al cine: pues para seguir el argumento del film, el espectador debe ir tan rápido que no puede pensar, y como además todo está ya dado en las imágenes, “el film no deja a la fantasía ni al pensar de los espectadores dimensión alguna en la que puedan moverse por su propia cuenta con lo que adiestra a sus víctimas para identificarlo inmediatamente con la realidad” (5). Una dimensión fundamental del análisis va a terminar resultando así bloqueada por un pesimismo cultural que llevará a cargar la unidad del sistema a la cuenta de la “racionalidad técnica”, con lo que se acaba convirtiendo en cualidad de los medios lo que no es sino un modo de uso histórico.
Quizá aquello a lo que apunta la afirmación de la unidad en la industria cultural se hace más claro en el análisis de la segunda dimensión: la degradación de la cultura en industria de la diversión. En ese punto Adorno y Horkheimer logran acercar el análisis a la experiencia cotidiana y descubrir la relación profunda que en el capitalismo articula los dispositivos del ocio a los del trabajo, y la impostura que implica su proclamada separación. La unidad hablaría entonces del funcionamiento social de una cultura que se constituye en “la otra cara del trabajo mecanizado”. Y ello tanto en el mimetismo que conecta al espectáculo organizado en series —sucesión automática de operaciones reguladas— con la organización del trabajo en cadena, como en la operación ideológica de recargue: la diversión haciendo soportable una vida inhumana, una explotación intolerable, inoculando día a día y semana tras semana “la capacidad de encajar y de arreglarse”, banalizando hasta el sufrimiento en una lenta “muerte de lo trágico”, esto es: de la capacidad de estremecimiento y rebelión. Línea de reflexión que continuará Adorno algunos años después en su valiente crítica de la “ideología de la autenticidad” —en los existencialistas alemanes y especialmente en Heidegger—, desenmascarando la pretensión de una existencia a salvo del chantaje y la complicidad, de una existencia constituida por un encuentro que para escapar a la comunicación degradada convierte “a la relación yo–tu en el lugar de la verdad” (6). Por paradójico que parezca, nos dirá Adorno, la jerga de la autenticidad, de la interioridad y del encuentro acaba cumpliendo la misma función que la degradada cultura de la diversión, es “de la misma sangre” que el lenguaje de los medios, pues inocula la evasión y la impotencia para “modificar cualquier cosa en las vigentes relaciones de propiedad y de poder” (7).
La tercera dimensión, la desublimación del arte, no es sino la otra cara de la degradación de la cultura, ya que en un mismo movimiento la industria cultural banaliza la vida cotidiana y positiviza el arte. Pero la desublimación del arte tiene su propia historia, cuyo punto de arranque se sitúa en el momento en que el arte logra desprenderse del ámbito de lo sagrado merced a la autonomía que el mercado le posibilita. La contradicción estaba ya en su raíz, el arte se libera pero con una libertad que “como negación de la funcionalidad social que es impuesta a través del mercado queda esencialmente ligada al presupuesto de la economía mercantil” (8). Y sólo asumiendo esa contradicción el arte ha podido resguardar su independencia. De manera que contra toda estética idealista hemos de aceptar que el arte logra su autonomía en un movimiento que lo separa de la ritualización, lo hace mercancía y lo aleja de la vida. Durante un cierto periodo de tiempo esa contradicción pudo ser sostenida fecundamente para la sociedad y para el arte, pero a partir de un momento la economía del arte sufre un cambio decisivo, el carácter de mercancía del arte se disuelve “en el acto de realizarse en forma integral” y perdiendo la tensión que resguardaba su libertad, el arte se incorpora al mercado como un bien cultural mas adecuándose enteramente a la necesidad. Lo que de arte quedará ahí ya no será más que su cascarón: el estilo, es decir, la coherencia puramente estética que se agota en la imitación. Y esa será la “forma” del arte que produce la industria cultural: identificación con la fórmula, repetición de la fórmula. Reducido a cultura el arte se hará “accesible al pueblo como los parques”, ofrecido al disfrute de todos, introducido en la vida como un objeto más, desublimado.
La reflexión de Horkheimer y Adorno llega hasta ahí. Hay otra pista que se apunta sólo de paso, la de que el “encanallamiento” actual del arte esté ligado no sólo al efecto del mercado, sino al precio que pagaría el arte burgués por aquella pureza que lo mantuvo alejado, excluido de la clase inferior.
Pero esa pista queda al aire, sin desarrollo. La que se seguirá desarrollando es la de “la caída del arte en la cultura”. A estudiar esa caída dedicará Adorno buena parte de su obra. Voy a rastrear en las dos vetas maestras de ese desarrollo, la de la crítica cultural y la de la filosofía del arte, los elementos que conciernen a nuestro debate.
Comencemos por confesar de entrada nuestra perplejidad. Leyendo a Adorno nunca se sabe del todo de qué lado está el crítico. Hay textos en los que la tarea parece ser la demistificación, la denuncia de la complicidad, el desenmascaramiento de las trampas que tiende la ideología. Pero hay otros en los que se afirma que la complicidad de la crítica con la cultura “no se debe meramente a la ideología del crítico: mas bien es fruto de la relación del crítico con la cosa que trata” (9). Lo que nos pone decididamente sobre otra pista, que es la que parece interesar verdaderamente a Adorno. Y de ahí nuestra perplejidad: qué sentido tiene todo lo afirmado acerca de la lógica de la mercancía, qué sentido tiene criticar la industria cultural si “lo que parece decadencia de la cultura es su puro llegar a sí misma” (10). Y de un texto a otro la desazón aumenta, pues la significación de la cultura es remitida indistintamente a la historia— a la "neutralización lograda gracias a la emancipación de los procesos vitales con la ascensión de la burguesía” (11) —y a la fenomenología hegeliana de “la frustración impuesta por la civilización a sus víctimas” (12). De manera que la denuncia de la sujeción de la cultura al poder y la pérdida de su impulso polémico se “resuelven” en la imposible reconciliación del espíritu exilado consigo mismo.
¿No estará hablando de eso Adorno cuando nos habla de la imposible reconciliación del Arte con la Sociedad? De la Dialéctica del Iluminismo a Teoría estética, obra póstuma, la fidelidad a los presupuestos es completa aunque los temas cambien. Si en el primer texto se oponía el arte “menor” o ligero al arte serio en nombre de la verdad, esa oposición “desciende”, y se acerca a nuestra problemática central a través del problema del goce. “Hay que demoler el concepto de goce artístico”, proclama Adorno, pues tal y como lo entiende la conciencia común —la cultura popular diríamos nosotros— el goce es sólo un extravío, una fuente de confusión: el que goza con la experiencia es sólo el hombre trivial. Y cuando empezamos a sospechar el parecido de ese pensamiento con ideas encontradas antes ideológicamente del otro lado, nos topamos con afirmaciones como ésta que recuerda al Ortega más reaccionario: “La espiritualización de las obras de arte ha aguijoneado el rencor de los excluidos de la cultura y ha iniciado el género de arte para consumistas” (13). La ceremonia de la confusión no puede ser más completa: ¿Y si en el origen de la industria cultural más que la lógica de la mercancía lo que estuviera en verdad fuera la reacción frustrada de las masas ante un arte reservado a las minorías?
Cargada de un pesimismo y de un despecho refinado, que no impiden sin embargo la lucidez, la reflexión de Adorno sigue su marcha colocando frente a frente la inmediatez en que se encharca el goce —puro placer sensible— y la distancia que, bajo la forma de disonancia, asume el arte que aún puede llamarse tal. La disonancia es la expresión de su desgarramiento interior, de su negarse al compromiso.
La disonancia —“signo de todo lo moderno”— es la clave secreta que, en medio de la estupidez reinante de una sociología que en ella ve la marca de la alienación, sigue haciendo posible el arte hoy, la nueva figura de su esencia ahora que el arte se torna inesencial. Ahora que la industria cultural monta su negocio sobre las trazas de ese “arte inferior” que nunca obedeció al concepto de arte. Atención al apunte: ese arte desobediente al concepto “fue siempre un testimonio del fracaso de la cultura y convirtió ese fracaso en voluntad propia, lo mismo que hace el humor” (14). El apunte es precioso por el ángulo desde el que se percibe el sentido del “arte inferior” y su relación con la industria cultural: la reacción al fracaso, pero también su convertirlo en voluntad propia. Y para que no haya la menor confusión sobre aquello a lo que se refiere con el “arte inferior” ahí está el ejemplo: ¡como el humor...!
Sabemos que la crítica del goce tiene razones no sólo estéticas. Los populismos, fascistas o no, han predicado siempre las excelencias del realismo y han exigido a los artistas obras que transparenten los significados y que conecten directamente con la sensibilidad popular. Pero la crítica de Adorno, hablando de eso, apunta sin embargo hacia otro lado. Huele demasiado a un aristocratismo cultural que se niega a aceptar la existencia de una pluralidad de experiencias estéticas, una pluralidad de los modos de hacer y usar socialmente el arte. Estamos ante una teoría de la cultura que no sólo hace del arte su único verdadero paradigma, sino que lo identifica con su concepto: un “concepto unitario” (15) que relega a simple y alienante diversión cualquier tipo de práctica o uso del arte que no pueda derivarse de aquel concepto, y que termina haciendo del arte el único lugar de acceso a la verdad de la sociedad. Pero entonces ¿no estaremos demasiado cerca, desde el arte, de aquella trascendencia que los Heidegger, Jaspers y demás habían creído encontrar en la autenticidad del encuentro del yo–tu?
Adorno negaría cualquier convergencia, puesto que cualquier encuentro puede guardar las trazas de una reconciliación y si algo distingue su estética es la negación a cualquier reconciliación, a cualquier positividad. Es lo que trata de decirnos al colocar el extrañamiento en el centro mismo del movimiento por el que el arte se constituye en tal: “Sólo por medio de su absoluta negatividad puede el arte expresar lo inexpresable: la utopía” (16). Por eso puede entonces distinguirse tan netamente hoy lo que es arte de lo que es pastiche: esa mixtura de sentimiento y vulgaridad, ese elemento plebeyo que el verdadero arte abomina. Y que la catarsis aristotélica ha venido justificando durante siglos al justificar unos mal llamados “efectos del arte”. En lugar de desafiar a la masa como hace el arte, el pastiche se dedica a excitarla mediante la activación de las vivencias. Pero jamás habrá legitimación social posible para ese arte inferior cuya forma consiste en la explotación de la emoción. La función del arte es justamente lo contrario de la emoción: la conmoción. Al otro extremo de cualquier subjetividad, la conmoción es el instante en que la negación del yo abre las puertas a la verdadera experiencia estética. Por eso nada entienden los críticos que aún siguen con el cacareo manido de que el arte debe salir de su torre de marfil. Y lo que no entienden esos críticos es que el extrañamiento del arte es la condición básica de su autonomía. Que todo compromiso con el pastiche —con el kitsch, con la moda— no es más que una traición. Claro que la presión de la masa es tanta que hasta los mejores acaban cediendo, pero “alabar el jazz y el rock and roll en lugar de Beethoven no sirve para desmontar la mentira de la cultura, sino que da un pretexto a la barbarie y a los intereses de la industria de la cultura” (17). Ante el chantaje la tarea del verdadero arte es apartarse. Es el único camino posible para un arte que no quiera acabar identificando al hombre con su propia humillación. En la era de la comunicación de masas “el arte permanece íntegro precisamente cuando no participa en la comunicación” (18). Lástima que una concepción tan radicalmente limpia y elevada del arte deba, para formularse, rebajar todas las otras formas posibles hasta el sarcasmo y hacer del sentimiento un torpe y siniestro aliado de la vulgaridad. Desde ese alto lugar, a donde conduce al crítico su necesidad de escapar a la degradación de la cultura, no parecen pensables las contradicciones cotidianas que hacen la existencia de las masas ni sus modos de producción del sentido y de articulación en lo simbólico.
"La experiencia y la técnica como mediaciones de las masas con la cultura"
A Benjamin se le suele estudiar como integrante de la Escuela de Frankfurt. Y sin embargo aunque hay convergencia en las temáticas, qué lejanas están de esa Escuela algunas de sus preocupaciones más hondas. El talento radicalmente no académico, la sensibilidad, el método y la forma de escritura son otros. Apenas ahora empezamos a saber (19) que las relaciones de Benjamin con Adorno y Horkheimer —éstos en Nueva York ayudándole los últimos años con el pago de artículos mientras aquél vivía su exilio errante en Europa— no fueron tan amistosas, es decir, igualitarias. No sólo Benjamin fue reconvenido con frecuencia por su heterodoxia, sino que sus amigos editores se permitieron alterar expresiones y retrasar indefinidamente la publicación de textos. Más allá de la anécdota importa lo que esos hechos dicen de la lucha de Benjamin por abrirle camino a una búsqueda que nos revela no poco de lo que también nosotros intentamos pensar.
La ruptura está en el punto de partida. Benjamin no investiga desde lugar fijo, pues tiene a la realidad por algo discontinuo. La única trabazón está en la historia, en la redes de huellas que entrelazan unas revoluciones con otras o al mito con el cuento y los proverbios que aún dicen las abuelas. Esta disolución del centro como método es lo que explica su interés por los márgenes, por todas esas fuerzas, esos impulsos que trabajan los márgenes sea en política o en arte: Fourier y Baudelaire, las artes menores, los relatos, la fotografía. De ahí la paradoja. Adorno y Haberlas (20) lo acusan de no dar cuenta de las mediaciones, de saltar de la economía a la literatura y de ésta a la política fragmentariamente. Y acusan de eso a Benjamin, que fue el pionero en vislumbrar la mediación fundamental que permite pensar históricamente la relación de la transformación en las condiciones de producción con los cambios en el espacio de la cultura, esto es, las transformaciones del sensorium de los modos de percepción, de la
experiencia social. Pero para la razón ilustrada la experiencia es lo oscuro, lo constitutivamente opaco, lo impensable. Para Benjamin, por el contrario, pensar la experiencia es el modo de acceder a lo que irrumpe en la historia con las masas y la técnica. No se puede entender lo que pasa culturalmente en las masas sin atender a su experiencia. Pues a diferencia de lo que pasa en la cultura culta, cuya clave está en la obra, para aquella otra la clave se halla en la percepción y en el uso. Benjamin se atrevió a decir esto escandalosamente: “A la novela la separa de la narración el hecho de estar esencialmente referida al libro [...1. E1 narrador toma lo que narra de la experiencia, de la propia o de la que le han relatado. Y a su vez lo convierte en experiencia de los que escuchan su historia. E1 novelista en cambio se mantiene aparte. La cámara natal de la novela es el individuo en su soledad” (21). Benjamin se da entonces a la tarea de pensar los cambios que configuran la modernidad desde el espacio de la percepción mezclando para ello lo que pasa en las calles con lo que pasa en las fábricas y en las oscuras salas de cine y en la literatura sobre todo en la marginal, en la maldita. Y eso es lo que era intolerable para la dialéctica. Una cosa es pasar lógica, deductivamente, de un elemento o otro dilucidando las conexiones. Y otra descubrir parentescos, “oscuras relaciones” entre la refinada escritura de Baudelaire y las expresiones de la multitud urbana, y de ésta con las figuras del montaje cinematográfico; o rastrear las formas del conflicto de
clases en el tejido de registros que marcan la ciudad y hasta en la narrativa de los folletines. Ése es su método, tan arriesgado que de él afirmó Brecht: “Pienso con terror qué pequeño es el número de los que están dispuestos por lo menos a no mal entender algo así” (22).
Dos temas serán los conductores para leer a Benjamin desde nuestro debate: las nuevas técnicas y la ciudad moderna.
Pocos textos tan citados en los últimos años, y posiblemente tan poco y mal leídos, como La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Mal leído ante todo por su descontextualización del resto de la obra de Benjamin. ¿Cómo comprender el complejo sentido de la “atrofia del aura” y sus contradictorios efectos sin referirla a la reflexión sobre la mirada en el trabajo sobre París o al texto sobre “experiencia y pobreza”? Reducido a unas cuantas afirmaciones sobre la relación entre arte y tec-
nología, ha sido convertido falsamente en un canto al progreso tecnológico en el ámbito de la comunicación o se ha transformado su concepción de la muerte del aura en la de la muerte del arte. Mi apuesta de lectura se halla en el texto sobre E. Fuchs, en el que Benjamin plantea la importancia capital de una “historia de la recepción”. Se trataría entonces, más que de arte o de técnica, del modo como se producen las transformaciones en la experiencia y no sólo en la estética: “Dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican, junto con toda la existencia de las colectividades, el modo y manera de su percepción sensorial”; se busca entonces “poner de manifiesto las transformaciones sociales que hallaron expresión en esos cambios de la sensibilidad” (23).
¿Y qué cambios en concreto estudia Benjamin? Los que vienen producidos por la dinámica convergente de las nuevas aspiraciones de la masas y las nuevas tecnologías de reproducción. Y en la que el cambio que verdaderamente importa reside en “acercar espacial y humanamente las cosas”, porque “quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana el terreno a lo irrepetible” (24). Ahí está todo: la nueva sensibilidad de las masas es la del acercamiento ese que para Adorno era el signo nefasto de su necesidad de engullimiento y rencor resulta para Benjamin un signo sí pero no de una conciencia acrítica, sino de una larga transformación social, la de la conquista del sentido para lo igual en el mundo. Y es ese sentido, ese nuevo sensorium es el que se expresa y materializa en las técnicas que como la fotografía o el cine violan, profanan la sacralidad del aura —“la manifestación irrepetible de una lejanía”—, haciendo posible otro tipo de existencia de las cosas y otro modo de acceso a ellas. De lo que habla la muerte del aura en la obra de arte no es tanto de arte como de esa nueva percepción que, rompiendo la envoltura, el halo, el brillo de las cosas, pone a los hombres, a cualquier hombre, al hombre de la masa en posición de usarlas y gozarlas. Antes, para la mayoría de los hombres, las cosas, y no sólo las de arte, por cercanas que estuvieran estaban siempre lejos, porque un modo de relación social les hacía sentirlas lejos.
Ahora, las masas, con ayuda de las técnicas, hasta las cosas más lejanas y más sagradas las sienten cerca. Y ese “sentir”, esa experiencia, tiene un contenido de exigencias igualitarias que son la energía presente en la masa. ¿No será una radical incomprensión de ese sentir y su energía lo que incapacitará a Adorno para entender el nuevo arte que nace con el cine o el jazz? Qué de extraño puede tener entonces que el cine constituya para Adorno el exponente máximo de la degradación cultural, mientras que para Benjamin “el cine corresponde a modificaciones de hondo alcance en el aparato perceptivo, modificaciones que hoy vive a escala de existencia privada todo transeúnte en el tráfico de una gran urbe” (25).
Adorno, como Duhamel —de quien afirmó Benjamin: “Odia el cine y no ha entendido nada de su importancia”—, se empeña en seguir juzgando las nuevas prácticas y las nuevas experiencias culturales desde una hipóstasis del Arte que les ciega para entender el enriquecimiento perceptivo que el cine nos aporta al permitirnos ver no tanto cosas nuevas, sino otra manera de ver viejas cosas y hasta la más sórdida cotidianidad. Ahí está el cine de Chaplin o el neorrealismo confirmando la hipótesis de Bejamin: el cine “con la dinamita de sus décimas de segundo” haciendo saltar el mundo carcelario de la cotidianidad de nuestras casas, de las fábricas, de las oficinas. Pero, atención: no se trata de ningún optimismo tecnológico.
Nada más lejos de Benjamin que la ilustrada creencia en el progreso. “La representación de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la representación de la prosecución de ésta a lo largo de un tiempo homogéneo y vacío” (26).
Y si del progreso técnico se trata, Benjamin va tan lejos que encuentra al concepto moderno de trabajo cómplice de esa ideología: “Nada ha corrompido tanto a los obreros alemanes como la opinión de que están nadando con la corriente. El desarrollo técnico es para ellos la pendiente de la corriente a favor de la cual pensaron que nadaban” (27). Su análisis de las tecnologías apunta entonces en otra dirección: la de la abolición de las separaciones y los privilegios. Eso fue lo que resintió, por ejemplo, la gente que conformaba el mundo de la pintura ante el surgimiento de la fotografía, y frente a lo que reaccionó con una “teología del arte”. Sin percatarse que el problema no era si la fotografía podía ser o no considerada entre las artes, sino que el arte, sus modos de producción, la concepción misma de su alcance y su función social estaban siendo transformados por la fotografía. Pero no en cuanto mera “técnica”, y su magia, sino en cuanto expresión material de la nueva percepción.
La operación de acercamiento hace entrar en declive el viejo modo de recepción, que correspondían al valor “cultual” de la obra, y el paso a otro que hace primar su valor exhibitivo. Los paradigmas de ambos son la pintura y la cámara fotográfica, o cinematográfica, la una buscando la distancia y la otra borrándola o aminorándola, la una total y la otra múltiple. Y exigidoras por tanto de dos maneras bien diferentes de recepción: la del recogimiento y la de la dispersión. La clave del recogimiento quedó ya señalada más atrás cuando a propósito de las diferencias entre “narración” y novela Benjamin hace del “individuo en su soledad” el lugar propio de la novela. Y ahora añade: “Aquél que se recoge ante una obra de arte se sumerge en ella”. Es el único modo que parece reconocer Adorno: el del yo abriéndose–sumergiéndose en la profundidad de la obra. La nueva forma de la recepción es por el contrario colectiva y su sujeto es la masa “que sumerge en sí misma la obra artística”. Benjamin tiene conciencia de lo escandaloso de su proposición y nos advierte que ese modo de participación artística no tiene ningún crédito, como lo acaba de demostrar la reacción de los eruditos frente al cine: “¡Las masas buscan disipación pero el arte reclama recogimiento!”. Y es que se necesitaba sin duda una sensibilidad bien desplazada del etnocentrismo de clase para afirmar a la masa como matriz de un nuevo modo “positivo” de percepción cuyos dispositivos estarían en la dispersión, la imagen múltiple y el montaje. Con lo que se estaba afirmando una nueva relación de la masa con el arte, con la cultura, en la que la distracción es una actividad y una fuerza de la masa frente al degenerado recogimiento de la burguesía. Una masa que “de retrógrada frente a un Picasso se transforma en progresista frente a Chaplin” (28). El espectador de cine se vuelve “experto”, pero de un tipo nuevo en el que no se oponen sino que se conjugan la actitud crítica y el goce. Colocándose en una franca oposición a la visión de Adorno, Benjamin ve en la técnica y las masas un modo de emancipación del arte.
A la relación de la masa con la ciudad —segunda pista de entrada a nuestro tema—, Benjamin accede por el camino más largo y paradójico, el de la poesía de Baudelaire. Lo que le lleva a ello es haber encontrado en esa literatura “los lados inquietantes y amenazadores de la vida urbana”. Ahí la masa aparece a través de diferentes “figuras”. La primera de ellas es la de la conspiración: espacio en que se cuece la rebeldía política, sobre él convergen y en él se encuentran los que vienen del límite de la miseria social con los que vienen de la bohemia, esa gente del arte que ya no tiene mecenas pero que todavía no ha entrado en el mercado. Su lugar de encuentro es la taberna, y lo que allí agrupa a obreros sin trabajo, a literatos y conspiradores profesionales, a traperos y delincuentes es que “todos estaban en una protesta más o menos sorda contra la sociedad” (29). Baudelaire siente que por la taberna, por “su vaho”, pasa una experiencia fundamental de los oprimidos, de sus ilusiones y sus rabias. Y eso lo descubre Benjamin en el poema transformado en protesta contra el puritanismo de los temas y la belleza estúpida de las palabras, en la búsqueda de otro lenguaje, de otro idioma: el de la masa entre la taberna y la barricada.
Una segunda figura es la de las huellas, o mejor, la de la masa como “difuminación de las huellas de cada uno en la muchedumbre de la gran ciudad”. Con la industrialización la ciudad crece y se llena de una masa que, de un lado, borra las huellas, las señas de identidad de que tan necesitada vive la burguesía, y de otro cubre, tapa las huellas del criminal. Frente a estas dos operaciones de la masa urbana, la burguesía traza su estrategia en un doble movimiento que la lleva, por una parte, a encerrarse y recuperar sus huellas, sus señas, en el diseño y armado del interior; y por otra, a compensar “por medio de un tejido múltiple de registros” la pérdida de los rastros en la ciudad. En oposición al realismo que exhibe la oficina, el interior se refugia en la vivienda, un interior que mantiene al burgués en sus ilusiones de poder conservar para sí, como parte de sí, el pasado y la lejanía, las dos formas del distanciamiento. De ahí que sea en el interior donde el burgués dará asilo al Arte, y que sea en él donde trate de conservar sus huellas. El otro movimiento es el de los dispositivos de identificación con que se busca controlar la masa. Y van desde el marcado numérico de las casas hasta las técnicas de los detectives con las que se hace frente a la masa–asilo de los delincuentes. Con lo que la literatura policíaca se convierte en filón para estudiar lo urbano y las operaciones de la masa en la ciudad.
La tercera figura es la experiencia de la multitud. De ella habla Engels a propósito de la multiplicación de la fuerza que supone la concentración masiva de gentes, una fuerza reprimida y a punto de estallar. Pero al mismo tiempo la masa urbana consterna a Engels, y en esa consternación Benjamin ve la presencia de un provincianismo y un moralismo que le impiden adentrarse en la verdad de la multitud. Frente a la de Engels, la experiencia de Baudelaire es la plenamente moderna, la “del placer de estar en multitud”, porque a la multitud no la siente ya externa, como un algo exterior y cuantitativo, sino como algo intrínseco, una nueva facultad de sentir, “un sensorium que le sacaba encantos a lo deteriorado y lo podrido” pero cuya ebriedad no despojaba sin embargo a la masa “de su terrible realidad social” (30). Es en multitud como la masa ejerce su derecho a la ciudad. Pues la masa tiene dos caras. Una por la que no es sino esa “aglomeración concreta pero socialmente abstracta” cuya verdadera existencia es sólo estadística. Y otra, que es la cara viva de la masa tal y como la percibió Victor Hugo, la de la multitud popular. Benjamin no se engaña cuando lee a Baudelaire, sabe que hay un socialismo esteticista, que se limita a adular la masa proletaria sin asumir el rostro de la opresión. Pero eso no le impide reconocer en la literatura de Baudelaire un sentido/sensorium nuevo de la masa: la expresión de un nuevo modo de sentir.
Que de ello se trataba nos lo prueba el interés de Benjamin por las “artes menores” que colecciona Fuchs, como la caricatura, la pornografía o el cuadro de costumbres. Empujado por lo que Aguirre denomina “una nostalgia cuesta arriba”, que le permite leer la trama que entreteje lo arcaico a lo moderno, Benjamin cifra en su interés por lo marginal, por lo menor, por lo popular, una creencia que los Horkheimer y Adorno juzgan mística: la posibilidad de “liberar el pasado oprimido”. Pienso que justamente ahí se ubica el fondo de nuestro debate: la posibilidad misma de pensar las relaciones de la masa con lo popular. Convencidos de que la omnipotencia del capital no tendría límites, y ciegos para las contradicciones que venían de las luchas obreras y la resistencia–creatividad de las clases populares, los críticos y censores de Benjamin no pueden ver en las tecnologías de los medios de comunicación más que el instrumento fatal de una alienación totalitaria (31), Lo que implicaba desconocer el funcionamiento histórico de la hegemonía y aplastar la sociedad contra el Estado negando u olvidando la existencia contradictoria de la sociedad civil (32). Pero para Adorno en especial el combate parecería centrarse únicamente entre el Estado y el individuo. La afirmación no es mía, no estoy sino glosando al propio Habermas: la experiencia que desesperadamente trata de resguardar Adorno es la que viene de “la lectura solitaria y la escucha contemplativa, es decir, la vía regia de una formación burguesa del individuo” (33). Por eso, al descubrir el quiebre histórico de esa cultura, Adorno piensa que todo está perdido. Sólo el arte más alto, el más puro, el más abstracto podría escapar a la manipulación y la caída en el abismo de la mercancía y del magma totalitario. Benjamin, por el contrario, no acepta que el sentido haya sido anegado, absorbido por el valor. Ya que para él “el sentido no es algo que se acreciente como el valor”, no es producido aunque sí transformado, pues depende del proceso de producción (34). Y entonces la experiencia social puede tener dos caras: un oscurecimiento, un empobrecimiento profundo, y al mismo tiempo no perder su capacidad de crítica y de creatividad. Porque experimentó eso Benjamin supo desplazarse a tiempo de una experiencia burguesa que había dejado de ser la única configuradora de la realidad. Que en el momento en que la mercancía aparentaba “realizarse” por completo era el mismo en que la realidad social se disgregaba comenzando a bascular del otro lado, del de las masas y su nuevo sensorium y su contradictorio sentido. Un desplazamiento que fue a la vez político y metodológico permitió a Benjamin ser pionero de la concepción que desde mediados de los años setenta nos está posibilitando desbloquear el análisis y la intervención sobre la industria cultural: el descubrimiento de esa experiencia otra que desde el oprimido configura unos modos de resistencia y percepción del sentido mismo de sus luchas, pues como él afirmó “no se nos ha dado la esperanza, sino por los desesperados”.
2. Idem, pág. 147, 148 y 165.
3. Idem, pág. 151.
4. Idem, pág. 184.
5. Idem, pág. 153.
6. Th. W. Adorno, La ideología como lenguaje, pág. 24.
7. Idem, pág. 30.
8. Dialéctica del Iluminismo, pág. 188.
9. Th. W. Adorno, Crítica cultural y sociedad, pág. 210.
10. Idem, pág. 213.
11. Th. W. Adorno, Sociológica, pág. 81.
12. Dialéctica del Iluminismo, pág. 170.
13. Th. W. Adorno, Teoría estética, pág. 26.
14. Idem, pág. 30.
15. Para una crítica de “la identificación del origen del arte con el advenimiento de su concepto unitario”: M. Lauer, Crítica de l;a artesanía, pág. 22 ss.
16. Th. W. Adorno, teoría estética, pág. 51.
17. Idem, pág. 414.
18. Idem, pág. 416.
19. Véase el número monográfico de la Revue d’Esthetique, no. 1, 1981, dedicado a W. Benjamin, y el Prólogo de J. Aguirre al tomo I de Iluminaciones, Madrid, 1980.
20. Escribe Adorno: “Su método micrológico y fragmentario no se ha apropiado nunca plenamente de la idea de emdiación universal que en Hegel y en Marx funda la totalidad”, en Crítica cultural y sociedad, pág. 124.
21. W. Benjamin, “El narrador”, en Rev. de Occidente, no. 129, 1973, pág. 306.
22. Citado por J. Aguirre en el Prólogo a Discursos Interrumpidos, vol. I, pág. 11.
23. W. Benjamin, Discursos Interrumpidos, vol. I, pág. 24.
24. Idem, pág. 25.
25. Idem, pág. 52 en nota a pie de página.
26. Idem, pág. 187.
27. Idem, pág. 184.
28. Idem, pág. 44.
29. W. Benjamin, Iluminaciones, vol. II, pág. 32.
30. Idem, pág. 75.
31. Para una crítica de esta visión y sus consecuencias en la teoría y en la política: A. Mattelart y J–M. Piemme, “Las industrias culturales: génesis de una idea”, en UNESCO, Industrias culturales: el futuro de la cultura, pág. 62 a 81.
32. Esa crítica es formulada a los de la Escuela de Frankfurt por A. Swingewood en El mito de la cultura de masas, pág. 80.
33. J. Habermas, “L’Actualité de W. Benjamin”, en Revue d’Esthetique, no. 1, pág. 116.
34. Citado por Habermas en la Revue d’Esthetique, no. 1, pág. 120.
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