2 abr 2009

DE LA CULTURA MASIVA A LA CULTURA MEDIÁTICA





María Cristina Mata

Docente e investigadora en la Maestría en Comunicación y
Cultura Contemporánea del Centro de Estudios Avanzados de
la Universidad Nacional de Córdoba
Dirección: Adolfo Orma 1354,Barrio Parque Tablada,
5009 Córdoba.Telefax: (5451)814024
E-mail: mmata@mail.agora.com.ar



«Toda profecía generalizada que parte de un solo sector de lo social, aun cuando se trate de un sector tan espectacular como el de las tecnologías de la comunicación, es evidentemente una profecía imprudente porque subestima por fuerza la pluralidad y la complejidad sociológicas de la innovación en un conjunto planetario que aún está en gran medida diversificado...

... La cuestión particular se refiere al hecho de saber cuál es nuestra relación con lo real cuando las condiciones de la simbolización cambian»

Marc Augé

LA GUERRA DE LOS SUEÑOS

I.

La aparición de la noción de cultura mediática o de las equivalentes y/o contiguas nociones de mediatización de la cultura o sociedades mediatizadas (o incluso en vías de mediatización) en textos de diverso carácter disciplinario--sociológicos, antropológicos, semióticos- tuvo la pretensión, o al menos sembró la ilusión de proveer un nuevo principio de comprensión acerca de los fenómenos de producción colectiva de significados en las sociedades actuales, calificadas al mismo tiempo como post-industriales.

Esa pretensión o ilusión habló, consecuentemente, de la insuficiencia de anteriores categorías para dar cuenta de tales fenómenos. En particular, aludió a la insuficiencia de la noción «cultura masiva» o «cultura de masas», bajo cuyo genérico campo se habían analizado los intercambios de productos culturales elaborados de manera industrial y destinados a grandes masas de la población. Sin embargo, y creo que este es el primer rasgo interesante en la aparición de esas nociones, ellas revelaron que esa insuficiencia no sólo se debía a transformaciones materiales en los modos de producción cultural, sino a una transformación de los puntos de vista adoptados para el análisis de la comunicación y la cultura. En otras palabras, si la noción de cultura masiva ya no alcanzaba era porque ella fue entendida básicamente como un conjunto de objetos, producidos para las masas y consumidos por ellas.

De todos modos, no era esa la única perspectiva -descriptiva y clasificatoria- desde la cual se construyó y utilizó dicha categoría. Planteos como el de Franco Rositi, ampliando su alcance no sólo a un conjunto de objetos culturales sino a un conjunto de «modelos de comportamiento operantes» que le habilitaron para plantear la unidad de dicha cultura tras su «aparente indeterminación» (1) o proposiciones como las formuladas por Jesús Martín Barbero, planteando que la cultura masiva es el modo en que se producen las significaciones en las sociedades donde «todo» (las relaciones sociales) se ha masificado (2), introdujeron una dimensión dinámica a la noción y la volvieron apta para dar cuenta de particulares configuraciones de sentido características de situaciones y momentos determinados: valores, modos de vincularse entre los individuos, divisiones del tiempo, organización del espacio público y el espacio privado, modos de legitimación, etc. y no sólo de un conjunto de mensajes producidos estandarizadamente y consumidos más o menos indiscriminadamente.

Desde perspectivas de ese tipo fue posible hipotetizar y analizar empíricamente ciertos rasgos que dotaban de unidad a esa cultura colectiva en el marco de la cual eran pensables -todavía- ciertos islotes subculturales -en terminología de Rositi- o modos particulares de vivir lo masivo, en términos de Martín Barbero, para seguir con esos autores. No detallaré aquí la totalidad de rasgos pero resultará útil señalar algunos que, a título indicativo, pueden situarnos en el tipo de caracterizaciones que nos permitieron reconocer la cultura masiva como un estadio del desarrollo de la modernidad.

Podemos, por ejemplo, reconocer la centralidad que fueron adquiriendo los medios masivos de comunicación en la vida cotidiana como fuentes de información y entretenimiento, como fuentes de la construcción de imaginarios colectivos entendidos como espacios identitarios nacionales, epocales, generacionales. El saber al mismo tiempo y el compartir modos de ser a través de ciertos relatos estuvieron en la base de la constitución cultural de los estados nacionales latinoamericanos; la información acerca de las innovaciones estilísticas y la difusión de un modelo de cuerpo estuvieron en la base de la instauración de la «moda» como regulación vestimentaria… Pero también pueden reconocerse papeles equivalentes en la configuración de los modos de acción pública: el diseño de reglas del decir que constituyeron hablantes legitimados y atentos oyentes; dirigentes y dirigidos; variadas formas de intermediación ante el poder político.

Se tematizaron de ese modo, las diferentes zonas de lo real que las tecnologías y medios de producción y trasmisión de información y mensajes cubrieron con estrategias que, en términos de resultados, bien podrían definirse como de extensión o multiplicación. En otras palabras, los medios alcanzaban donde la interacción personal y la influencia institucional no llegaban. Y no aludimos sólo a la dimensión espacial sino al terreno del poder hacer. Los medios -y ese era el carácter más estructural de la cultura masiva- se hacían cargo de una serie de tareas confinadas anteriormente a una diversidad de instituciones y modos de vinculación personalizados, los completaban y complementaban, conflictiva o congruentemente.

Los análisis más agudos acerca de la cultura masiva fueron permitiendo constatar que ese «hacerse cargo» no podía ser asumido de manera instrumental, desconociendo la capacidad configuradora de las tecnologías y los lenguajes. Superando justamente ese tipo de visiones que redujeron los canales a instancias transportadoras de significados, fue posible pensar la cultura articulada en torno a medios y tecnologías como una nueva matriz para la producción simbólica dotada de un estatuto propio y complejo en tanto fundía anteriores modos de interacción con nuevas formas expresivas, anteriores circuitos de producción con nuevas estrategias discursivas y de recepción.

En ese sentido, lo masivo se imponía como forma cultural dominante. Un dominio fundado básicamente en datos cuantitativos vinculados a la esfera del consumo -desde la cantidad de horas que los individuos pasaban frente a la pantalla del televisor, por ejemplo, o la cantidad de información que recogían a través del conjunto de medios masivos consumidos o a la esfera de la producción la dimensión de las inversiones en el sistema de medios y su articulación con otras esferas de la producción-, y en la fuerza que adquiría la realidad construida desde los medios como agenda pública y espacio de legitimación de nociones.

De todos modos, lo predominante en el campo de los estudios sociológicos fue considerar que esa forma cultural se vinculaba con el conjunto de lo social a través de relaciones de funcionalidad- Rositi plantearía la necesidad de establecer «cuánta realidad social son capaces de comprender y organizar los discursos que entienden la cultura de masas como fuente y reflejo de modelos reales de comportamiento» (1980:37).

Fue justamente la voluntad de encontrar otro camino de comprensión que superase dualismos y visiones Instrumentales la que estuvo en el origen de otras nociones que enriquecieron y complejizaron el campo. Así, por ejemplo, la de mediaciones, acuñada por Jesús Martín Barbero, plantearía la articulación entre los procesos de producción de sentido en torno a los medios masivos de comunicación y otras prácticas cotidianas de significación; aludiría a los dispositivos a través de los cuales «los medios adquirieron materialidad institucional y espesor cultural»

(1987:177); a las complejas interacciones e intersecciones entre variadas y plurales temporalidades sociales y matrices culturales (Id. 203); a la articulación entre las técnicas y procedimientos de producción de una cultura para todos -y en ese sentido masiva- y las transformaciones de las culturas subalternas; a los «dispositivos a través de los cuales la hegemonía transforma desde dentro

el sentido del trabajo y la vida de la comunidad» (Id. 207); a los lugares «de los que provienen las constricciones que delimitan y configuran la materialidad social y la expresividad cultural» de los medios masivos (Id. 233).

Lejos estábamos entonces, de un pensamiento que hacía de la cultura masiva una estructura, un sistema dentro del orden social y, como tal, aislable y estudiable en sus mutuas interacciones e interdependencias con el todo o alguna de sus partes. Por el contrario, enraizada en el proceso histórico de la constitución de la modernidad latinoamericana, la cultura masiva llegaba a confundirse con ciertas nociones de la hegemonía: «todo un cuerpo de prácticas y expectativas en relación con la totalidad de la vida: nuestros sentidos y dosis de energía, las percepciones definidas que tenemos de nosotros mismos y de nuestro mundo […] un vívido sistema de significados y valores -fundamentales y constitutivos- que en la medida que son experimentados como prácticas parecen confirmarse recíprocamente […] en el sentido más firme […] una ‘cultura’, pero una que debe ser considerada asimismo como la vívida dominación y subordinación de clases particulares» (Williams 1980: 131-132). Y si llegaba a confundirse con esa noción era porque, de diversos modos, la tematización de la cultura masiva provenía de una interrogación básica acerca del poder, de sus mecanismos de producción y reproducción, de las posibilidades de resistir a él o de subvertirlo.

En ese sentido, hablar de cultura masiva era nombrar las masas: las clases sociales pretendidamente reunificadas sin conflictos en el campo del consumo; hablar de cultura masiva era nombrar lo que se producía como efecto de igualación en sociedades atravesadas por las diferencias; reconocer en el campo de la producción de sentido los efectos de la industrialización y la mercantilización capitalista que, entre otras cosas, había supuesto el desarrollo creciente del sector de las tecnologías de comunicación y su paulatina y notoria institución como espacios significativos de la trama social. Los abordajes más fructíferos dentro de esta perspectiva general fueron, sin dudas, aquellos que transitando distintas vías metodológicas, intentaron recomponer la homogeneidad sin desconocer las particularidades y diferencias dando cuenta de la compleja trama en que se articulaban las instituciones, los textos, las prácticas y los actores.

Pero hubo un momento -temporal y teórico deberíamos entender- en que ello ya parecía no alcanzar.

II.

«Las sociedades preindustriales son sociedades en vías de mediatización, es decir, sociedades en que las prácticas sociales (modalidades de funcionamiento institucional, mecanismos de toma de decisión, hábitos de consumo, conductas más o menos ritualizadas, etc.) se transforman por el hecho de que hay medios…

Una sociedad en vías de mediatización […] no por eso es una sociedad dominada por una sola forma estructurante, lo cual explicaría la totalidad de su funcionamiento. La mediatización opera a través de diversos mecanismos según los sectores de la práctica social que interese y produce, en cada sector, distintas consecuencias» (Verón 1992: 124).

Con esa noción –equivalente en otros textos a la de cultura mediática e incluso a las de sociedad informatizada o sociedad de la información-, Eliseo Verón nos coloca en un escenario temporalmente nuevo: el del tiempo de lo post: tiempo que habla en ciertos casos de superación o en otros, como constituirían los términos «modernidad reciente» o «sobremodernidad» de realización plena de lo que en ciernes estaba en el proyecto mismo de la modernidad.

Pero la cultura mediática no se concibe sólo como un estadio más avanzado en el intercambio de productos culturales: un estadio en el que se han incrementado las tecnologías e instituciones destinadas a la producción de mensajes y en el que se ha incrementado el uso y consumo de esas tecnologías y medios. Constituiría, en cambio, un nuevo modo en el diseño de las interacciones, una nueva forma de estructuración de las prácticas sociales, marcada por la existencia de los medios. En ese sentido, la mediatización de la sociedad -la cultura mediática- nos plantea la necesidad de reconocer que es el proceso colectivo de producción de significados a través del cual un orden social se comprende, se comunica, se reproduce y se transforma, el que se ha rediseñado a partir de la existencia de las tecnologías y medios de producción y transmisión de información y la necesidad de reconocer que esa transformación no es uniforme.

Ello no sólo nos habla de un cambio epocal; remite también a un modo de pensar que, de alguna manera, pone de manifiesto la necesidad de recuperar la materialidad de los procesos significantes o, si se quiere, de reponer la centralidad de los medios en el análisis cultural pero no ya en su carácter de transportadores de algún sentido añadido -los mensajes- o como espacios de interacción de productores y receptores, sino en tanto marca, modelo, matriz, racionalidad productora y organizadora de sentido.

Al reflexionar sobre los aspectos constitutivos de la modernidad, Anthony Giddens señalaría que una de las características más evidentes que la separan de cualquier otra época anterior, es su «extremo dinamismo», su carácter de mundo «desbocado», en tanto no sólo implica una aceleración de los cambios sino que alude a la «profundidad» con que afecta a las prácticas sociales y a los modos de comportamiento antes existentes» (1995: 28). Ese dinamismo constitutivo de la modernidad está dado, básicamente, por lo que denomina la separación entre tiempo y espacio -la condición para la articulación de las relaciones sociales no mediadas por los lugares-; el desenclave de las instituciones sociales -operada a través de señales simbólicas y mecanismos expertos que extraen las relaciones sociales de sus circunstancias particulares y la reflexividad, vale decir, la «utilización regularizada del conocimiento de las circunstancias de la vida social en cuanto elemento constituyente de su organización y transformación» (Id.: 34). En la «modernidad reciente» el desarrollo interrelacionado entre medios impresos y comunicación electrónica potenciará, según Giddens, ese dinamismo.

Analizando un conjunto más o menos vasto e incluso contradictorio de textos (3) que, más allá de la casuística, intentan exponer con alguna sistematicidad los rasgos de la cultura llamada mediática, lo que se encuentra es, ni más ni menos, la exacerbada mostración de esos aspectos tematizados por Giddens. Nos detendremos en algunos de ellos.

Una de las constantes remarcadas es la transformación de dos nociones fundamentales en la constitución de la modernidad: las nociones de tiempo y espacio.

«Los cuentos infantiles ocurren en países muy lejanos... Y por eso son cuentos… Porque ningún lugar es muy lejano».

De ese modo, Telecom, una de las compañías que detentan el monopolio telefónico en Argentina, y que se autopromociona como «un mundo próximo», nos anunciaba estar «preparada para el futuro».

La copresencia e intercambiabilidad discursiva de la espacialidad y la temporalidad, de la irrealidad y la lejanía no son casuales. Si uno de los mecanismos productivos de la modernidad fue la desarticulación del tiempo y el espacio de situaciones o lugares específicos mediante el vaciamiento -la abstracción- de ambas nociones, facilitando de ese modo su recombinación sin referencias obligadas a lugares precisos, requisito para organizar «las acciones de muchos seres humanos físicamente ausentes entre sí» (Id.:30), el perfeccionamiento de las tecnologías de información ha permitido construir un nuevo régimen espacio-temporal: el de la coexistencia, el de la cohabitación.

Se trata de un régimen que, entre otras cosas, impone la inmediatez, en tanto «aceleración» del saber, como nueva categoría valorativa (Virilio, 1996) que altera las jerarquías establecidas en los sistemas informativos y cognoscitivos.

«Jueves 26 de julio: Domingo Cavallo se entera a través del Rotativo del Aire que ya no era Ministro.

Viernes 16 de agosto: En presidencia se enteran por el Rotativo del Aire que se había convertido en Ley el proyecto que eximirá a diputados y senadores del pago del impuesto a las ganancias.

Martes 21 de agosto: se confirma lo adelantado por la Oral Deportiva en días anteriores, Menotti es el nuevo técnico de Independiente.

USTED NOS ESCUCHA PORQUE NOS ENTERAMOS ANTES QUE OTRAS RADIOS. LOS

PROTAGONISTAS NOS ESCUCHAN PORQUE NOS ENTERAMOS ANTES QUE ELLOS.

RIVADAVIA, ANTES LA VERDAD». (4)

Tradicionalmente el periodismo fue constituyéndose en torno de la valoración de la primicia: los medios competían por la novedad y ella pasó a identificarse con la propia noción de estar informado. Hoy, de lo que se trata no es ya de «saber inmediatamente», sino de «saber antes» y es esa capacidad de anticipación la que otorgará a los medios y las técnicas de información un carácter performativo, instaurando una nueva dimensión de lo real: lo real informativo. Un real que no es asociable con una construcción fantasiosa o imaginaria, sino con una realidad anterior, que, incluso operará como instancia de contrastación con los hechos efectivamente acontecidos pero en cuya producción intervendrá activamente. Hasta el cansancio se ha dicho que esperábamos la Guerra del Golfo, más allá de las evaluaciones geopolíticas, como relato anunciado; hasta el cansancio vemos producir resultados electorales en función de su modelación paulatina por los sondeos de opinión.

Ese «saber antes» va a ligarse estrechamente con otro conjunto de modificaciones espacio-temporales que vienen de lejos y hoy resultan potenciadas por las tecnologías de transmisión a distancia. Si el teléfono habilitó las comunicaciones más íntimas o personalizadas sin importar la lejanía, si fue capaz de mantener y crear comunidades afectivas, comerciales o políticas con sólo una llamada, el celular deviene hoy la prótesis ineludible para asegurar el contacto permanente: no importa dónde se esté; siempre se está: al alcance y pudiendo ser alcanzado, informándose e informando; en conexión. La idea del acceso y del acceso inmediato, multiplicada por las trasmisiones en directo y por las redes informáticas, aceleran la necesidad de conocer o, mejor, tornan obsoletas y poco eficaces las apropiaciones diferidas.

Por ello la relevancia de otro de los aspectos destacados de esta nueva cultura, lo que se ha dado en llamar la mediatización de la experiencia. Eduardo Subirats reflexiona sobre el particular aludiendo al confinamiento de lo real y a la exclusión de la experiencia frente a «una sola instancia que goza del privilegio absoluto de atravesar impunemente» las barreras: «En las situaciones más íntimas o en la más letal de las guerras, en los eventos políticos o en los accidentes, sólo los media parecen tener acceso universal» (1995: 55).

Ya no se trata, como Giddens lo postularía, de la siempre mediada experiencia humana a través del lenguaje y los procesos de socialización constitutivos de la cultura en tanto somos con los otros. Se trata ahora, de una nueva circunscripción político-epistemológica, al decir de Subirats, del actuar humano que, al mismo tiempo, revela el nuevo carácter «ontológicamente privilegiado de los medios de comunicación» como productores centrales de la realidad. Se acrecientan, de tal suerte, las zonas de la existencia de los individuos que se realizan -o prometen realizarse- a través de los medios y tecnologías que, en consecuencia, se constituyen en garantes de la posibilidad del ser y el actuar.

Las autoridades locales ofrecen a los ciudadanos la posibilidad de comunicarse directamente con ellas a través de Internet, los productores de La Biblioteca Total (5) prometen a los usuarios «viajar por el mundo de Borges con un CDRom de muy fácil manejo y sumamente entretenido»; las hot-lines aseguran excitación y placeres sin riesgos ni desilusiones físicas. ¿Qué se sustrae, en medio de las promesas? El cuerpo, la interacción, el esfuerzo, la posibilidad de fracasar por la complejidad de las situaciones físicas y espirituales. En el caso de CD hasta se valoriza el ahorro de espacio y su condición portable (6). Las garantías de comodidad y éxito operan como las nuevas condiciones de validación de las experiencias mediadas.

Siguiendo a Giddens, puede reconocerse que la modernidad proveyó una vida cotidiana más previsible en tanto las cuestiones existenciales capaces de provocar inquietud son «desarmadas» por el concurso de «sistemas internamente referenciales» dotando a los individuos de una cierta necesaria seguridad ontológica. La delegación experiencial en los artefactos técnicos constituye un reaseguro de primer orden en tanto aparecen despojados de la falible condición de lo particular-individual, de lo subjetivo, para inscribirse en el marco de los sistemas expertos que restauran la confianza que la propia modernidad, constituida sobre el desencantamiento del mundo y sobre la impronta de la duda metódica, no puede proporcionar.

Podríamos -como lo venimos haciendo hasta aquí- precisar otro conjunto de rasgos y transformaciones conceptuales que no habrían hecho sino ahondar las ideas de alcance ilimitado, de potencialidad de las técnicas de producción, procesamiento y distribución de información para hacer de los individuos seres soberanos y capaces de superar las barreras que los alejan entre sí; es decir, para lograr cada vez más capacidades de saber y obrar en un único universo interconectado. En tal sentido, podríamos referirnos a las posibilidades del ciberespacio como «espacio democrático» o a las promesas de reconversión laboral basadas en los sistemas interactivos (Maldonado 1998); a la seguridad que proveerían las construcciones inteligentes a los ciudadanos acosados por la violencia urbana o limitados por la edad o las enfermedades (7); a las rediseñadas experiencias respecto de lo propio y lo ajeno, del sí mismo y de los otros, de lo local y lo global, de lo público y lo privado.

Para nuestra intención basta con lo hasta aquí planteado. Porque de lo que se trata es de interrogar estas miradas y, en consecuencia, la propia noción de mediatización. Para ello creemos conveniente reponer en el centro de la reflexión lo que ella ilumina y oscurece, tal como viene siendo asumida en el campo de los estudios de comunicación.

III.

Es evidente que con la noción de mediatización de las sociedades -y de la cultura mediática- se hace referencia a una alteración sustantiva que producirían las tecnologías y medios de producción y distribución de información en dos órdenes que, convergentes, no pueden confundirse; el de las prácticas sociales y el de su representación.

Poder comunicarse efectiva y rápidamente vía satelital entre varias personas, por ejemplo, y tejer una red que las acerca superando distancias, no es lo mismo que experimentar el sentimiento de interconexión y menos aún haber eliminado barreras comunicativas. Asistir a través de los medios electrónicos en tiempo real a una manifestación callejera no es lo mismo que experimentar el roce con los otros, la sensación de que la voz particular se funde en el grito colectivo, el miedo a los riesgos físicos. Ser filmados mientras se plantea una demanda no es lo mismo que acceder con ella al poder.

Sin embargo, no puedo dejar de recordar una escena televisiva que pone de relieve cierta dosis de confusión.

En medio de una jornada de protesta sindical en la que se habían organizado ollas populares, la policía arremetió contra una de ellas. Mientras los comestibles rodaban por el suelo de una céntrica plaza, un dirigente manifestaba ante las cámaras: «Lo que sucede es que el gobierno no quiere que se vea por televisión lo que está pasando». La frase resultaba paradójica ya que no existía ninguna censura o restricción para la labor periodística. Pero, en realidad su decir era otro: «El gobierno no quiere que el hambre se vea por televisión»; el hambre que las ollas populares simbolizaban. Porque la visibilidad que otorga la pantalla -podríamos recomponer así su razonamiento, que todos entendimos- garantiza la existencia de lo que padecemos aún.

De algún modo nos enfrentamos, en este caso, con la alucinación-límite que produciría la cultura mediática: su capacidad para con-fundir el mostrar/ver con el ser/saber en el orden de las representaciones pero, al mismo tiempo, él revela la doble transformación a que he aludido. Si el dirigente entrevistado confía en la capacidad configuradora de lo real de las imágenes televisivas, es esa confianza la que opera como base para el diseño de las modalidades de protesta que significarán modificaciones en las prácticas: la olla popular, fruto de la reunión de lo poco que cada pobre aporta -el pocillo de aceite, el hueso, alguna verdura- organizada en el lugar que se vive y/o se trabaja, deviene «puesta en escena» en la que los insumos comprados en abundancia en algún mercado y trasladados en repletos canastos hacia las plazas sedes de la representación, constituyen toda una utilería. (8) Tal -queremos afirmar- la riqueza de la noción. En primer lugar porque permite y obliga reconocer los modos de expresión y simbolización en cada zona de lo real, reponiendo para la cultura su estatuto de dimensión significante de todas las prácticas.

En segundo lugar porque permite y orienta el reconocimiento de que en todas ellas, independientemente de la intervención que en ellas tengan las tecnologías y medios de información, operan unas nociones que las incluyen por cuanto ellas se proponen como organizadoras de las interacciones de los hombres entre sí y de ellas con el mundo en que viven (9). En tercer lugar, porque reubica a los medios masivos de comunicación como una práctica más entre aquellas que son transformadas, aun cuando, por su propia naturaleza intervengan en la modelación social adquiriendo, de tal modo, un doble estatuto.

Pero esa misma riqueza y la remisión a los dos órdenes que antes señalamos pueden convertir la noción en un fetiche; dotarla de una capacidad comprensiva y explicativa que convierta en «mediático» todo lo que toque como ocurre en cierta literatura ensayística y algunas que otras investigaciones que equiparan a las tecnologías y medios en nuevos determinantes de nociones y comportamientos de manera generalizada. En ese sentido, no sólo deberíamos afirmar que -como afirma Eliseo Verón- no todas las prácticas sociales se mediatizan de manera homogénea, sino que debería reconocerse que esa capacidad transformadora se revelará en grado desigual y operando distintas alteraciones según los particulares actores de esas prácticas; según los desiguales -y profundamente desiguales- universos materiales en que ellas se desarrollan.

Ambos resguardos conceptuales tienen, evidentemente, implicancias metodológicas.

Si para conjurar el poder de determinación textual de la cultura masiva fue necesario reponer las figuras productivas de la recepción y el complejo entramado de las «mediaciones» -entre las cuales los modos de producción de la cultura masiva encontraban su lugar- se impondría ahora la necesidad de evitar cualquier «desenclave» de las tecnologías y medios de transmisión de información. Ello implica, no sólo su historización y localización como procedimientos de vinculación a los procesos económicos y políticos que las viabilizan, sino como procedimientos de vinculación con quienes las usan en términos materiales y simbólicos, diseñadores-productores y usuarios consumidores en peculiares interacciones.

La necesidad de una tarea semejante se impone, por otro lado, ante lo que quisiera calificar como la tendencia a postular una gradual desaparición de la materialidad individual y social que se virtualizaría hoy en las sociedades mediatizadas. Si la cultura de masas nombraba una sociedad en la cual las mayorías consumían complejamente, desde particulares condiciones de subordinación, los productos que se fabricaban desde diversas estrategias de poder económico e ideológico, si ello no lograba encubrir que su condición de públicos y consumidores se entremezclaba con su condición económico-social, ciertas nociones asociadas a la mediatización de la sociedad parecen tornar irrelevante -insignificante- el estar en el mundo.

No otra parece la perspectiva que se encuentra en un texto como el citado de Subirats. «Junto al proceso concentracionario de lo real, y de su confinamiento simbólico como package informativo, se constituye la masa electrónica... Una masa inducida, definida y controlada por las instancias metadiscursivas del flujo electrónico... la masa confinada dentro del espacio y tiempo virtuales que estos medios de comunicación definen, desde su disposción física o biológica en el asiento frente a la pantalla, hasta su producción metonímica de imágenes automatizadas»

(1995:56). Toda consideración acerca de sus condiciones materiales de existencia

y de su particular vinculación con medios y tecnologías resulta para el autor «una objeción trivial». La masa producida por los medios «es tanto más eficaz instrumental o simbólicamente hablando, cuanto más invisible y etérea es su existencia» (Idem, 57). Pero lo que se atribuye a los medios bien podría predicarse de este propio modo de pensarlos: la trivialización de la materialidad de las prácticas y los individuos virtualiza el poder.

Si algo se ha reclamado con insistencia como debilidad de la investigación comunicativa es su repentismo teórico: la adopción poco reflexiva de perspectivas y categorías que se prometen reveladoras y superadoras de aquellas que no alcanzan para comprender los procesos, siempre más complejos. Doble limitación, deberíamos decir, en tanto se elude considerar las perspectivas y categorías como

configuradoras de sus propios objetos. El riesgo, en el campo que venimos transitanto, es considerable: perder de vista que los sentidos inscritos en la materialidad de las tecnologías y medios pueden disolver la de aquellas prácticas que transforman. De ahí el requerimiento de encontrar las proposiciones teóricas metodológicas que aseguren su articulación.

Al respecto no sería pertinente postular alguna vía privilegiada en desmedro de otras.

Así, las reflexiones sobre el sentido comunicativo inscrito en las tecnologías, propuesto por Héctor Schmucler, las marcas que su «imaginación» deja en las culturas populares y letradas y que Beatriz Sarlo rastrea, resultan a nuestro juicio tan productivas e inspiradoras como los estudios acerca de los consumos tecnológicos hogareños (10), o las investigaciones en torno a la articulación de las tecnologías de información y comunicación y el espacio urbano (11). Lo que todas esas vías permiten valorizar, en esta nueva comprensión de la sociedad y la cultura como «mediatizadas», es que más allá de lógicas ineludibles y efectos prediseñados, lo que debemos enfrentar son dispositivos modeladores, anticipaciones, tendencias y potencialidades cuya realización hegemónica sólo podrá comprenderse en tanto se revelen los conflictos de los que forman parte, las desigualdades que refuerzan, las creaciones desviadas y alternativas que suscitan. En suma, los nuevos mundos donde se siguen manifestando las contradicciones sociales.

Reflexionando acerca del «Cómo leer desde la periferia las nuevas relaciones entre tecnología y sociedad», Mario Albornoz se preguntaba, por ejemplo, por el sentido de utilizar un concepto neoschumpeteriano como el de «innovación», propio de sociedades organizadas competitivamente, «para aplicarlo a sociedades de marginalización creciente, aparentemente destinadas a perder en la competencia». Se preguntaba hasta qué punto ese concepto permitía pensar los problemas de esas sociedades y postulaba su redefinición, su lectura desde las propias condiciones (1998:24). Nuestra interrogante acerca de la cultura mediática aspira a colocarse en esa dirección.

1. Ver Historia y teoría de la cultura de masas, Gustavo Gili, Barcelona, 1980. Especialmente la Introducción y los capítulos X y XI.

2. Todas las citas y referencias corresponden a De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía, Gustavo Gili, Barcelona, 1987.

3. Nos referimos, entre otros, a obras como las de Paul Virilio, Marc Augé, Tomás Maldonado, Javier Echeverría, Gianni Vattimo, Regis Debray, Jean Baudrillard.

4 Aviso aparecido en Argentina, en diarios de circulación nacional.

5. Producción de Nicolás Helft reseñada y publicitada en la edición del 6 de octubre de 1996 del diario La Nación de Buenos Aires.

6. «Es decir que La Biblioteca Total es un laberinto lleno de señales… Sí, es una forma linda de decirlo. Busqué tratar temas muy complejos en una forma simple y agradable y crear un ambiente de intimidad […] Además es un objeto liviano, chico. Lleva un librito como prólogo…»

7. Tal como se diseñan y experimentan en el área de infraestructuras adaptables del MIT, dirigido por Chris Luebkeman, según se informa en la Revista de La Nación de Buenos Aires, 28 de marzo de 1999.

8. Hemos reflexionado en detalle sobre esta temática en «Entre la plaza y la platea» en H. Schmucler y M.C.

Mata (coords.) 1992.

9. En ese sentido, Judith Sutz

(1998:41) señala que «la probablemente inigualada convergencia tecnológica provocada por la informática deriva de aquello a lo que se dirige: no se trata ya de movimiento o de energía sino de organización, es decir, ‘el todo’».

10. Cabe resaltar entre ellos los aportes realizados por Roger Silverstone (1996) y por otro conjunto de investigadores ingleses impulsados por el Centre for Research into Innovation Culture and Technologie de la Universidad de Brunel.

11. Como las realizadas entre otros por Tomás Maldonado o Manuel Castells y que, a nivel nacional se revelan en los aportes que se expresaron en 1996 en la Jornada «Innovación tecnológica, ciudad y territorio. Las redes de información y comunicación», organizadas por el Instituto Gino Germani de la Universidad Nacional de Buenos Aires y el Centro de Estudios e Investigaciones de la Universidad Nacional de Quilmes.

Marc Augé, La guerra de los sueños. Ejercicios de etno-ficción, Gedisa, Barcelona, 1998.

Finquelievich, Schiavo, Albornoz, Sutz y otros, La ciudad y sus TICs, Universidad Nacional de Quilmes, 1998.

Anthony Giddens, Modernidad e identidad del yo. El yo y la sociedad en la época contemporánea, Península, Barcelona, 1995.

Jesús Martín Barbero, De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía, Gustavo Gili, Barcelona, 1987.

Franco Rositi, Historia y teoría de la cultura de masas, Gustavo Gili, Barcelona, 1980.

Beatriz Sarlo, La imaginación técnica.

Sueños modernos de la cultura argentina,Nueva Visión, Buenos Aires, 1992.

90

91

Héctor Schmucler, Memoria de la comunicación, Biblios Buenos Aires, 1997.

Héctor Schmucler y Maria C. Mata (coords.) Política y comunicación ¿hay un lugar para la política en la cultura mediática?, Catálogos, Buenos Aires, 1992.

Roger Silverstone y Eric Hirsch (eds.) Los efectos de la nueva comunicación, Bosch, Barcelona, 1996.

Roger Silverstone, Televisión y vida cotidiana, Amorrortu, Buenos Aires, 1996.

Eduardo Subirats, «La masa electrónica» en Confines Nº 2, Buenos Aires, (S)noviembre de 1995.

Elieo Verón, «Interfaces sobre la democracia audiovisual evolucionada», en Ferry, Wolton y otros, El nuevo espacio público, Gedisa, Barcelona, 1992.

Paul Virilio, El arte del motor. Aceleración y realidad virtual, Manantial, Buenos Aires, 1996.

Raymond Williams, Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 1980.








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